Hace cuatro
años, desaparecía una de las últimas figuras de la generación beat, Peter
Orlovsky, víctima de un cáncer; en realidad, tal vez sería mejor decir, víctima
de una vida de excesos con las drogas y el alcohol; de poeta maldito, de
demente forjado en aquel grupo que formaron Jack Kerouac, William Burroughs,
Lawrence Ferlinghetti y Allen Ginsberg, su pareja durante más de tres décadas,
hasta que éste murió en 1997. Todos ellos, no obstante su desaparición,
multiplican su presencia entre nosotros mediante el aluvión de estudios que se
les dedica o las ediciones de sus textos más ocultos, como su correspondencia
personal o versiones primigenias de novelas y poemas. Ejemplo de ello es que
hace justo doce meses aparecía un volumen extraordinariamente iluminador,
«Kerouac y la generación beat», del francés Jean-François Duval, que dejaba
traslucir veinte años dedicados a seguir las huellas de estos escritores
legendarios a partir de largas entrevistas.
La obra de
Orlovsky fue breve y dispersa. Su mayor creación, una vida de emociones
fuertes; su máximo logro, su propia presencia junto a los grandes beats, de ahí
que muriera siendo más conocido como «pareja de», o como imagen del mundo
libertino, ilimitado, fresco y audaz que retrató Andy Warhol en un documental
de 1965, precisamente con Orlovsky como uno de los personajes principales. Esos
personajes, con Ginsberg como eje aglutinador, configuran la gran historia que
presenta «La mano azul», de Deborah Baker, que tiene la habilidad de abordar el
origen de las relaciones de amistad de los beats y extender dichas relaciones a
un contexto muy concreto: el tiempo en el que Ginsberg residió en Calcuta y
Benarés, con el aliciente además de mostrar la extravagante trayectoria de Hope
Savage, considerada la musa del grupo, que de repente desapareció en la India en
busca de la verdad espiritual y nunca más se supo de ella.
Jordi Doce, en
un estupendo prólogo, habla precisamente de cómo Ginsberg fue «el centro
espiritual de los beats»; de hecho, «fue el promotor del grupo, su agente
literario, el corresponsal incansable que lo mantenía unido en tiempo de
mudanzas, viajes y desastres, el hombre de mil brazos que leía y aconsejaba y
animaba y convencía a sus amigos de actuar (y escribir) de una u otra manera».
Y en efecto, así lo hizo incluso a lo largo y ancho de su viaje asiático,
siempre atento a los demás, siempre atento a compartir sus propias
percepciones, alucinógenas o mágicas, reveladoras o esquizofrénicas, da lo
mismo. La más importante, en lo que concierne al título de este libro, sería la
que dijo haber experimentado en su piso de Harlem en 1948, a los veintidós
años, tras haber leído a William Blake y escuchar una voz sobrenatural que
repetía el poema recitado. «Levantó la vista del libro para mirar por la
ventana del apartamento y, en el suave calor de la tarde de julio, vio algo
indescriptible», cuenta Baker. «¡He visto a Dios!», gritó. Mucho tiempo después,
explicaría esa visión de esta manera: «Empecé reconociendo en cada rincón donde
miraba el rastro de una mano viva, incluso en los ladrillos y en la disposición
de cada ladrillo. Una mano los había puesto ahí, una mano había puesto el
universo entero ante mí. Esa misma mano había puesto el cielo». De modo que «el
cielo en sí era esa mano azul», concluyó.
Este tipo de
visiones se mezclará con otros casos de locura e ingresos psiquiátricos,
drogas, bisexualidad, alcohol, incluso violencia y muerte. Las existencias
truncadas, desgraciadas desde la infancia, marcadas por la desesperación, la
soledad, la histeria, como la de Gregory Corso, abandonado de bebé y enganchado
a la heroína, convertido en un terrible vagabundo, convergen en la
investigación de Baker. La bella Savage, iniciada entre los «hipsters» de Nueva
York en prácticas orientalistas tras huir de sus padres y encandilar a Corso,
irá preparando su marcha al «remoto reino budista de Bután», mientras lo
«beatnik» se va convirtiendo en una marca, en una pandilla que crea tendencia y
hasta es vista con malos ojos por el FBI. Así, Ginsberg, acusado de obscenidad
por su poesía y ansioso por encontrar nueva inspiración, planea ir a la India
con Peter, a lo que se sumará otro ilustre de la Generación Beat, Gary Snyder,
poeta y activista medioambiental ─cuenta hoy ochenta y cuatro años─ cuya obra
tiene el sello del decenio que pasaría en Japón y la cultura budista.
Ginsberg y
Orlovsky se entregarán al opio y a la morfina, recorrerán en bus el país, en un
tiempo en que la administración Kennedy, con la primera dama Jackie a la
cabeza, pretendía «estrechar lazos con la India a base de gestos de buena
voluntad», aunque al final las fotos de la esposa del presidente en Jaipur
estuvieran más cerca del glamour y el lujo que de la India real, la paupérrima
de la población llana, la espiritual de los monasterios y templos que aparecen
de continuo en «La mano azul». Aparecerán aquí el Dalai Lama y la activista y
escritora Pupul Jayakar, veremos cómo «Allen y Gary discutían sin parar sobre
drogas y experiencias religiosas», el primero obsesionado con su «Aullido», el
segundo realizando cánticos interminables. Y Corso y Kerouac, al otro lado del
mundo, se pensarán si acudir a la llamada hinduista de Ginsberg, que se relacionaba
con todo aquel que le aconsejara algún hábito tántrico, si bien siempre con una
intención muy particular: la de hallar algún maestro «dispuesto a reconocer el
don de las drogas».
Publicado
en La Razón, 4-IX-2014