miércoles, 29 de octubre de 2014

Estudio sobre la obra de Antonio Muñoz Molina

Uno de los orgullos de los que disfruto últimamente es de formar parte, a raíz de mi libro aparecido en primavera Melancolía y suicidios literarios, de una editorial admirable, Fórcola, y de conocer a su gran editor, Francisco Javier Jiménez. De ese proyecto especializado en el género del ensayo literario e histórico y de los libros de viajes soy asiduo lector y, muy principalmente, frecuente reseñador; así, en las páginas de La Razón he podido hablar de libros de Tolstói, D’Annunzio, Francisco Fuster (sobre Baroja), Samuel Johnson, Jules Verne, Richard Wagner, Deborah Baker (sobre los beat en la India), Blas Matamoro, Reina Roffé (sobre Rulfo) y Azorín. Y vendrán más.

Ahora cae en mis manos –y perdón por la inminente redundancia– esta monografía sobre la obra de Antonio Muñoz Molina, a cargo de Justo Serna: El tiempo en nuestras manos. Muy acertado título, pues qué no es un relato narrativo sino encapsular un tiempo concreto y hacerlo tan preciso como infinito. El catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Valencia parte de la idea de tratar al jaenés como de “observador e intelectual”, a raíz de cómo el año pasado publicó dos libros de ensayos, El atrevimiento de mirar y Todo lo que era sólido. Pone el acento Serna, así las cosas, en la doble capacidad de Muñoz Molina como creador novelístico y pensador constante en torno a asuntos de corte artístico y sociopolítico con sendos libros.

La investigación nos lleva a hacer un recorrido por la obra más significativa del autor de El invierno en Lisboa (1987) y El jinete polaco (1991), que recuerdo haber leído con placer, en la primera dejándome atrapar por esa atmósfera como de cine negro y en la segunda por un estilo de río retórico desbordante que casa mucho con mis gustos aún hoy. Pero sobre todo, al recibir todo Muñoz Molina concentrado en consideraciones, juicios, demarcaciones en este volumen de Fórcola, me viene la persona: cómo él tuvo la bondad de compartir conmigo un café en un bar de Alcalá de Henares, yo con veintipocos años (estaba leyendo entonces Plenilunio, 1997), antes de una conferencia al que estaba invitado y en la que habló a unos pocos asistentes con una intensidad y un interés como si hubiera estado frente a la audiencia de un campo de fútbol. Algo lacónico, algo tímido, pero muy seguro en sus opiniones; delicado y firme al mismo tiempo, Muñoz Molina aquel día deshizo tópicos y se confesó en sus inicios editoriales, él, aún joven escritor, frente a los que querían serlo, y deslumbró con una discreta contundencia, por así decirlo.

De entre lo mejor que he leído de él, está uno de esos artículos que uno no sabe cuándo o en qué circunstancias conoció aun conservando lo mejor de la sensación de descubrir su esencia, su idea evanescente, su corazón. Era sobre algo tan simple como mágico: el hecho de que un buen día te levantabas, cogías un avión y te plantabas en Lisboa, y qué sensación te producía tal cosa, maravillosa. Como una oleada de paz melancólica. Y recuerdo algún otro sobre ídolos del jazz compartidos. Y tengo el mejor sabor de un libro que me encanta, Pura vida (1998), donde recogió sus ensayos sobre narrativa y autores diversos, y de los libros donde reunió sus artículos, como El Robinson urbano. Por algo Muñoz Molina es una isla en sí mismo, un escritor cuya obra es tan apreciada en el gran archipiélago de la literatura, que nacen estudios como este de Serna que, antes de pasar del prólogo, ya recomiendo. Porque es de Fórcola. Qué otro motivo se necesita.