Cuando hace casi veinte años Alan Sillitoe publicó su autobiografía, aún
le quedaban tres lustros de vida, aún publicaría cuatro libros más. Se sintió
siempre un poeta, escribió teatro y guiones de cine pero, sobre todo, la obra
por la que seguirá siempre despertando atención es la narrativa, y entre ella,
la que aborda la Inglaterra del desempleo y la pobreza de los años cincuenta.
Esta es, la que retrata su primera novela, “Sábado por la noche y domingo por
la mañana” (1958), y su mejor creación, el relato largo “La soledad del
corredor de fondo”, ambos libros recuperados estos años por la editorial
Impedimenta.
Esta vida que describe sin armadura, titulándola a partir de un pasaje
bíblico de Samuel y traducida por Antonio Lastra, se centra especialmente en lo
que significó su debut literario, que lo apupó al éxito, y en menor medida en
la historia de aquel delincuente al que, habiendo ingresado en un reformatorio
de Essex, destinaban a las carreras de fondo al ver que tenía grandes aptitudes
físicas. Un personaje rebelde, como es habitual en un Sillitoe emparentado con
una generación que dice aquí no reconocer: «No me sentía parte del movimiento
de los “angry young men”, si es que existía, y no sé de ningún escritor que lo
sintiera, pues la etiqueta era propia de periodistas y otros que querían clasificar
a quienes escribían de una manera que ellos no entendían ni se preocupaban por
entender».
Es un detalle esclarecedor, que se une a la inspiración fabulosa de
concebir “La soledad…” y otros pasajes memorables, como su amistad en Mallorca
con Robert Graves. Lo mejor de un libro que sobre todo es memoria de su origen
paupérrimo, de sus oficios en fábricas y de su periodo como radiotelegrafista
de la Real Fuerza Aérea, con la que viajaría a Malasia. De allí volvería tan
enfermo que tendría que retirarse, pero ya a punto de convertirse en el
escritor que había soñado ser.
Publicado
en La Razón, 2-X-2014