domingo, 8 de febrero de 2015

Historia del negro artificial


A veces, ante un reto en apariencia inalcanzable, la solución más increíble da la clave; como si para esconder algo o hacerlo pasar por otra cosa hubiera que ponerlo a la vista de todos, un hombre blanco se infiltró entre negros haciéndose ver como uno de su raza. Un acento, un carácter, una minusvalía: todo pudiera dar gato por liebre con suficiente caracterización o dotes interpretativas. Pero cómo “fingir” el color de la piel, lo imposible sin resultar obvia la farsa, esa actuación más propia de una comedia de situación, fue resuelta por John Howard Griffin en 1959, llevando a cabo el deseo de saber cómo vivía la población afroamericana –por decirlo con el término actualmente tan usado y que hubiera sido rarísimo antaño– en el Sur estadounidense racista, la misma población que era controlada por las leyes concebidas, escritas y puestas en práctica por los blancos.

El 1 de diciembre de 1955, en la ciudad de Montgomery (estado de Alabama), Rosa Parks se había negado a obedecer al conductor y levantarse de un asiento en que estaba prohibido que lo ocupara una persona de color; la detuvieron por esa insubordinación y hasta la enjuiciaron y encarcelaron. Todo lo cual propulsó un boicot al transporte público por parte de la comunidad negra durante trece meses, involucrándose en ello Martin Luther King, y una concienciación desde el Poder público que acabaría originando que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos declarara ilegal el segregacionismo en los autobuses. Un poco antes de la acción de Parks, Flannery O’Connor, natural de otro estado sureño, Georgia, escribe la que considerará su mejor obra, el cuento “El negro artificial” –que bien pudiera ser el título del experimento de Griffin–, con un tratamiento cristiano, pues “lo que tenía en la cabeza sugerir con el negro artificial era la calidad redentora de los negros sufriendo por nosotros”, como dijo en una carta.

La misma autora recreará una conversación racista de unas señoras en la consulta de un médico en el relato «Revelación», captando ese ambiente que, precisamente, querrá conocer de primera mano Griffin, que también como narrador despertaría conciencias, pues su novela “The Devil Rides Outside” (1952), en torno a la censura, crearía jurisprudencia después de un encendido juicio ante el Tribunal Supremo (en otro libro, de publicación póstuma, “Street of the Seven Angels”, novelaría satíricamente otra vez el asunto de la libertad de expresión). Para su propósito, Griffin deja temporalmente a su mujer e hijos y elige Nueva Orleans como campo de operaciones; aunque el pueblo o ciudad serían indiferentes: «El negro. El Sur. Esos son los detalles. La historia real es la uni­versal de hombres que destruyen las almas y los cuerpos de otros hombres (y se destruyen a sí mismos en el proceso) por razones que en realidad nadie entiende. Es la historia de los perseguidos, los de­fraudados, los temidos y los detestados. Yo podría haber sido un judío en Alemania, un mexicano en ciertos estados o un miembro de cualquier grupo “inferior”. Solo los detalles habrían cambiado. La historia sería la misma».

La Nueva Orleans a la que acudirá Griffin, en la que contactará con un amigo que le permite alojarse unos días en su casa antes de buscar un dermatólogo, aplicarse un tinte especial y lanzarse a las calles, es la que John Kennedy Toole tiene en mente cuando, hacia 1962, escribe “La conjura de los necios”; es una ciudad desesperanzada, con altos índices de criminalidad, el racismo en su apogeo y el abuso policial. En el imaginario colectivo, allá y en todo el Sur, se extiende la esclavitud del siglo XIX, las leyes de Jim Crow de 1876-1965, basadas en la segregación racial en los lugares públicos, el Ku Klux Klan. Blancos y negros viven, conviven con ello, y lo interesante es ver a Griffin en situaciones cotidianas lidiando con esos prejuicios enquistados por parte de unos y otros. “Negro como yo” –título tomado de un poema del escritor negro Langston Hughes, impulsor del llamado Renacimiento de Harlem– no es sin embargo una crónica dramática en primera instancia; resulta casi cómico seguir a Griffin al médico, que le da cápsulas de pigmentación y le aconseja exposiciones a rayos ultravioletas, ver cómo se afeita la cabeza y se unta de un tinte que, verdaderamente, le convierte en uno más entre los negros del autobús, el motel o la calle.

“Lo absoluto de aquella transformación me sobrecogía”, afirma al comienzo. “Era distin­to, no había duda, a todo lo que yo había imaginado. Me convertí en dos hombres, el que observaba y el que se aterraba, que se sentía negroide hasta en las profundidades de sus entrañas”. En su deambular, escrito a modo de diario y pensado para irlo dando a una revista, logrará demostrar lo obvio, pero desde dentro, desde la vivencia más auténtica; en medio de la cortesía innata de la zona, verá sin embargo cómo el blanco se ve libre de ataduras y el negro ni siquiera puede mirar a los blancos. “Se me juzgaba exclusivamente por mi pigmentación y no por mis cualidades como ser humano”, concluirá en un breve escrito preparado para la edición de 1979 titulado “Más allá de la otredad” y que es un canto a la justicia universal. Ya sea como ayudante de limpiabotas en el Barrio Francés, o luego en Misisipi, Alabama, Atlanta o Texas, ya sea recibiendo la palabra “negro” de modo despectivo o siendo rechazado al solicitar empleo, Griffin es capaz de entender la doble discriminación en el Sur: la que va en contra del negro, y la “discriminación contra sí mismo; su desprecio a la negritud, que asocia con su sufrimiento”; esta segunda tal vez la peor, más íntima, tortuosa y desesperante.

Publicado en La Razón, 5-II-2015