lunes, 16 de marzo de 2015

Las bellas letras de José María Conget


No tengo ninguna intención de hablar de La bella cubana, otra obra magistral de José María Conget, tal vez su mejor libro, o el libro donde tantos elementos suyos –la transcripción del pensamiento de los personajes, el sexo, la inseguridad, el recuerdo familiar, lo metaliterario– acuden con un esplendor que está en otra división. No diré nada de la novela, repito, que esperaba con impaciencia, que he degustado simplemente, sin obligarme a reflexionar en ella. La literatura, esa cosa que murió hace tiempo en un naufragio general, tiene unos pocos robinsones que se han quedado en su isla, haciendo honor a lo que se tenía antes por literatura, eso que remitía a las bellas letras, a hacer arte con las palabras. Hoy, hasta los escritores que nos intentan colar como grandes no son otra cosa que escribidores con estilo periodístico que se tienen que anclar a todo un alud de investigaciones para armar la trama de turno. Por no hablar de la narrativa de entretenimiento, que ya ha alcanzado parangones reputados. Conget, felizmente –sobre él, el lector podrá encontrar en este blog tres críticas mías publicadas en Clarín y La Razón y una entrevista capotiana–, no tiene nada que ver con ello: es un Escritor de palabra, que solamente tiene su palabra y su infinito talento para construir un texto literario que jamás va por vericuetos transitados o previsibles; su bella palabra es un río lleno de afluentes en el que uno puede sumergirse y ver la ironía y la ternura, el dolor y el absurdo, esta vez con un guiño a los ámbitos que tan bien conoce el autor zaragozano: la enseñanza en la educación secundaria, Manhattan, el Instituto Cervantes y las invitaciones a esos escritores de prestigio endiosados y vanidosos hasta la tontería. El resto de libros que nos suelen llegar son piscinas de agua encharcada; este de Conget, del que no hablaré, que no reseñaré, que no recomendaré a nadie (para quien quiera, que lea la breve pero excelente nota publicada en la revista Mercurio), es  esa flor maravillosa que se nos abre en nuestro jardín de hierbajos. No comentaré la novela, no alentaré su lectura; que el lector, viene siendo hora, se fije por dónde camina y repare él solo que en el gris césped de la narrativa autóctona merece la pena a veces levitar.