jueves, 30 de abril de 2015

De profesión, lavaplatos

La reiterada mención de «1984» en multitud de contextos que no implican haber leído la novela ha puesto en la posteridad a George Orwell. Pero tal vez su literatura en verdad no ha superado la exigencia del tiempo. Frederick Karl dijo que carecía de imaginación y que sus personajes eran sólo «animales sociales»; Edward Said destacó su «provincianismo» y «su estrecha concepción de la vida», pero lo cierto es que, gracias a su presencia en la Guerra Civil Española, sobredimensionada por él mismo, Orwell disfruta aún de un grado épico y loas a sus escritos.

«Sin blanca en París y Londres» (traducción de Miguel Temprano García) fue publicado en 1933, con seudónimo (mezcla del rey Jorge V y el río que pasa por Suffolk) para no hacer sentir mal a sus padres al reflejar su vida mísera en París, donde se había trasladado en 1928 y trabajaría como lavaplatos en un hotel. Esa busca de otra identidad nacería para superar lo que Miquel Berga, en la edición catalana del libro del 2003, llamó estigmas formativos: «haber estudiado en Eton y haber sido un instrumento de la explotación imperialista». Para borrar tal cosa, se hará policía en Birmania, pasará hambre en la capital francesa y Londres, visitará a los mineros del norte industrial británico y se unirá al frente de Aragón con los milicianos del POUM.

El relato está compuesto por una serie de situaciones, de marcado acento autobiográfico, sobre su absoluta falta de dinero y las amistades que va haciendo al compartir pobreza, hambre y desesperada necesidad de encontrar un empleo en los barrios bajos de París, que son «un imán para los excéntricos: gente que ha caído en uno de esos surcos solitarios y medio desquiciados de la vida y ha renunciado a ser decente o normal». Sin trama novelesca, sin argumento más allá que descripciones de cómo la vida era imposible con unos pocos chelines y la evocación de diversos vagabundos, «Sin blanca en París y Londres» es el libro menos político y mas flojo de Orwell.


Publicado en La Razón, 30-IV-2015