lunes, 6 de julio de 2015

La literatura quema


Somos animales climáticos. Josep Pla hablaba de cómo la tramontana gerundense afectaba al ánimo, y lo mismo se podría suponer de todo tipo de latitudes: la nieve o la insolación, la huella del desierto o el manantial. El país que cuenta con mayor número de escritores en proporción a su corto número de habitantes, Islandia, apenas ha reflejado en sus libros el peso de sus meses nocturnos, a causa del llamado sol de medianoche, a la hora de inventar personajes y argumentos. ¿Hasta qué punto, entonces, los factores climáticos, el lugar del planeta que habitemos, tiene una influencia en el lenguaje o el tono literarios? ¿Es posible hablar de hablar de «temperaturas literarias», de libros cálidos, fríos, de sensaciones de lectura que impliquen ciertos grados Fahrenheit o Celsius en el humor del lector?

En esa dirección formuló un interesante pensamiento el premio Nobel chino Gao Xingjian, en un ensayo titulado «Por una literatura fría» (2003), señalando la preocupación de que las letras dependan de factores no artísticos, sino sociales o políticos, y poniendo como paradigma de escritor frío a Franz Kafka, o sea, el que escribe de espaldas a la sociedad y a la edición, sin satisfacer las expectativas ajenas: «Una estética basada en las emociones humanas no pierde vigencia, aunque las modas en arte y literatura se sucedan». Es la emoción lo que cuenta, esa especie de termómetro interior que sube o baja grados en la percepción de cada lectura. Otro premio Nobel, el caribeño Derek Walcott, tiene una gran frase en su ensayo «La voz del crepúsculo» (2000) al respecto: «No hay más historia que la historia de la emoción», y advierte más adelante que los orígenes propios de la literatura son los de la interpretación, pues es el actor quien ancestralmente daba otro tipo de calor al grupo, junto al fuego de la noche, con sus historias.

La larga y cálida literatura

Parafraseando el título de la película de 1958 «El largo y cálido verano», protagonizada por Orson Welles y un joven Paul Newman, y escrita por William Faulkner, que recreó a la perfección el sudoroso ambiente del Sur norteamericano, se podría decir que la larga historia de la literatura está plagada, empapada, del sudor del calor. Infinidad de novelas han hecho de ello un factor más del argumento, a veces para erotizar situaciones, otras, para sumir al pueblo o ciudad en cuestión en una especie de parálisis, en otras, para representar la pasividad o el tedio de los personajes. Fundamentalmente, en las letras del citado Sur estadounidense, e incluso en la novela negra ambientada en las grandes ciudades del país ─que unen el suspense a la agobiante sofocación de unas calles tan peligrosas como abrasadoras─, y, por supuesto, en las islas y tierras continentales en torno al Caribe. Las narraciones del colombiano Gabriel García Márquez, los relatos del mexicano Juan Rulfo, el «Paradiso» del cubano José Lezama Lima o «La guaracha del macho Camacho», del puertorriqueño Luis Rafael Sánchez, destilan cuerpos acalarados que al mismo tiempo reflejan todo un ritmo vital del país, y por lo tanto, toda una sociología, todo un modo de afrontar la cotidianidad.

Junto a esta temperatura explícita, está la otra, la conceptual, la que insinuaba Xingjian al abordarla en su extremo frío, en relación con Kafka y la literatura del centro y este europeo. Una frialdad que es una máscara más: a la pregunta de Joaquín Soler Serrano a Jorge Luis Borges, en su programa televisivo «A Fondo», sobre si podía ser tildado de escritor frío, el argentino respondió que en absoluto, que en realidad él era un hombre muy sentimental que escribía, por timidez, mediante símbolos. Y los símbolos, los tropos, son universales, no entienden de termómetros o predicciones meteorológicas. En este caso, la emoción o el placer lector que se desprenden de los cuentos de Borges es una emoción intelectual. Pero ni el más intelectual y «frío» de los escritores es invulnerable a la melancolía, a ese «taedium vitae» que, durante los meses veraniegos precisamente, puede no sólo resultar más intenso, sino más que desesperanzado: mortuorio, y por propia voluntad. Y es que, en multitud de ocasiones, verano, sensibilidad artística y suicidio han sido tres elementos que han estado más ligados de lo que pueda pensarse. Los médicos entienden que el estío es la temporada preferida para los suicidas. ¿También para los escritores?

El suicidio del verano

En «El corazón de las tinieblas» (1902), de Joseph Conrad, el protagonista, el marinero Marlow, pregunta a un capitán del barco por qué se ahorcó un hombre al que este último había encontrado en la carretera; y esta fue la contestación: «¿Quién sabe? Demasiado sol para él». Una respuesta ciertamente lacónica y en apariencia absurda pero que puede esconder una gran realidad alrededor del efecto que el calor puede tener en actitudes proclives a la autodestrucción, ya estudiada por Émile Durkheim, autor del manual «Le suicide», publicado en 1897. El sociólogo francés encontró, mediante un completo estudio estadístico, que «no es en invierno ni en otoño cuando el suicidio alcanza su máximum, sino en la bella estación, cuando la naturaleza es más risueña y la temperatura más dulce. El hombre deja con preferencia la vida en el momento en que le resulta más fácil».

Tradicionalmente, las estadísticas a lo largo del último siglo han dado la razón a aquella afirmación: el contraste entre la mayor vida social característica de las estaciones primaverales o estivales y la tristeza o desesperación que pueda sentir el individuo explotan en un contraste devastador para el ánimo. (Ya lo dijo Antonio Di Benedetto en su curiosa novela «Los suicidas» en 1969: «El suicidio aumenta con el alcohol, que envalentona; con el calor y la vida en ciudad…») Y tampoco faltarán situaciones colindantes con el acceso de locura irrefrenable causado por la ferocidad del Astro Rey: «Parece resultar, de algunas observaciones, que los calores demasiado violentos excitan al hombre a matarse. En los trópicos no es raro ver a los hombres precipitarse bruscamente en el mar, cuando el sol lanza verticalmente sus rayos», aseguró Durkheim. A eso hay que añadir que, según los psicólogos, los escritores son de diez a veinte veces más propensos que otras personas a sufrir adicción al alcohol y enfermedades depresivas que, a menudo, pueden provocar un gesto letal contra sí mismos.

En algunos casos, tal tragedia se dará, por motivos políticos, como los que llevaron al filósofo Water Benjamin a suicidarse en Port-Bou, antes de que lo atraparan los nazis, en 1940, si bien el tedio, la melancolía ya estaba en él, acrecentada bajo el sol y la luz primero de Niza, donde redactó un testamento y confesó a un amigo berlinés su deseo de quitarse la vida, y luego estando en Ibiza, tras una fuerte decepción con una mujer, en el verano de 1932. En otras ocasiones, en cambio, la combinación de sopor vital y caluroso y suicidio no se llevará a cabo; como en los casos de Hermann Hesse y Borges, que intentaron matarse con una pistola en su juventud veraniega ─el primero, perdido en un bosque y agobiado por unos estudios religiosos que le asqueaban; el segundo en un hotel, quizá por un desengaño amoroso─, aunque, por fortuna para las letras universales, no acabaran haciéndolo.


Publicado en La Razón, 5-VII-2015