Son infinitas, desde luego, las aproximaciones a la
vida y obra de William Shakespeare, quien ha sido objeto de todo tipo de
análisis, incluyendo aquellos que están más cerca de la leyenda o el partidismo
de ciertas ideologías. Peter Ackroyd publicó en 2005 en Inglaterra la que podría
considerarse la enésima biografía definitiva del poeta inglés. Era aquel libro
una delicia tanto para el amante del creador de Hamlet como de cualquier lector
que pretendiera obtener no sólo una visión fidedigna de la figura del escritor,
sino de cómo se vivía en la Inglaterra del siglo XVII, bajo los reinados de
Isabel I y Jacobo I. Una Inglaterra que aún se regía por normas medievales, por
la estricta jerarquía entre las clases sociales y por el poder de los
poseedores de tierras. Ahora, otro insigne experto, el norteamericano Stephen
Greenblatt, ofrece en español –vio la luz en 2004; traducción de Teófilo de
Lozoya y Juan Rabasseda– otra de esas biografías maravillosas que nos hacen
palpar el ambiente de Stratford-Upon-Avon y Londres en el que se movió el poeta,
y cómo su vida repercutió en sus creaciones.
Así, de la misma manera que Ackroyd hablaba de cómo
las experiencias de la niñez –su casa, su padre (un hombre de posibles que
sufrió una fuerte decadencia social y se meció entre el protestantismo y el
catolicismo), su madre, de origen acomodado, y sus hermanos), las obras de
actores nómadas que pudo presenciar– acabaron influyendo en sus creaciones literarias,
Greenblatt también explica ese trasfondo con fuentes históricas fidedignas y un
estilo ameno, sencillo y riguroso al tiempo, muy notable. El autor, por otra
parte, explicita lo de especulativo que tienen diversos episodios en la
existencia de Shakespeare, lo cual no le priva de alcanzar con esmero el
objetivo de su libro, el de contar “una historia de éxitos sorprendentes que
parece no tener explicación: pretende descubrir al hombre real que escribió la
colección más importante de literatura imaginativa del último milenio”, hasta
“recorrer los sombríos caminos que unen la vida que vivió con la literatura que
creó”.
Greenblatt nos presenta a un Shakespeare decidido a
escalar en el escalafón social –pese a adoptar la peor tal vez de las
profesiones para ello, la de actor, que estaba fuertemente estigmatizada–, a
alguien en constante contacto con la realidad –ejemplificada por la cercanía de
su padre, John, que tuvo diversos cargos influyentes aparte de su actividad
como guantero– y que gozaba de una maestría verbal incomparable asentada en “su
dominio de la retórica, su peculiar ventriloquia, su verdadera obsesión con el
lenguaje”. De tal modo, como propone el autor, la comprensión de cómo
Shakespeare se convirtió en Shakespeare, por así decirlo, supone “seguir las
pistas verbales que dejó tras la vida que vivió y el mundo al que estaba tan
abierto”.
Así, los personajes que harán inmortal al poeta
–Shylock, Yago, Lear, Macbeth o Cleopatra– en cierta medida ya estarán
cuajándose en su infancia, con un Shakespeare conociendo el trabajo de los
actores que acudían a su pueblo para interpretar “autos de moralidad” o
“entremeses morales” y que serían fuente de inspiración segura a la hora de
escribir sus obras, cuando, recién casado a los dieciocho años con una mujer
ocho mayor que él, misteriosamente lo deja todo para buscar fortuna en la capital
hacia 1586-87 en un trayecto que duraba cuatro días andando o dos a caballo,
como había apuntado Ackroyd en su trabajo.
Éste se había centrado al comienzo en rastrear las
huellas de los vecinos del futuro poeta –figuras reales que luego aparecen en
sus escritos– y su fascinación en la niñez por los cuentos de hadas que, luego,
se convertirán en alusiones a baladas y relatos populares en sus piezas
dramáticas. Lo cual llevaba al biógrafo a conjeturar que Shakespeare tenía un
enfoque pragmático de la vida, reflejado en su modo de buscar fuentes para sus
obras dado que sin duda era un lector oportunista que recogía lo que necesitaba
para sus propios versos. También, a sus ojos, se trataba de un hombre sumamente
afable y… “muy sexual”, aunque no concretara las pruebas para afirmar tal cosa.
Sin “bardolatría”
Greenblatt no llega tan lejos y su erudición cabe
observarla desde la perspectiva neutral del neohistoricismo (o nuevo
historicismo) del que fue precursor en la década de los ochenta; una corriente
contraria a la formalidad que proponía el llamado “New Criticism” y cimentada
en entender la obra literaria dentro de su tiempo y lugar. De ahí el subtítulo
de este libro que ansía poner un espejo frente al biografiado para captar lo
más objetivo de su imagen: “Vida, obra y época de William Shakespeare”. Tampoco
pisa el terreno, por supuesto, del Harold Bloom que defiende cómo los
personajes shakesperianos usurparon la personalidad de Occidente reinventando
lo humano, sobre todo Falstaff y Hamlet: «Shakespeare nos hizo teatrales,
incluso si nunca hemos asistido a una representación suya ni leído ninguna de
sus obras», dijo en su monografía sobre el poeta del teatro The Globe. Hasta el
punto de que, según el veterano y vehemente crítico, «la lengua inglesa y el
ser humano han sido moldeados por Shakespeare.
Semejante “bardolatría”, que Bloom elevaba a religión
secular junto a Jesús o Alá, no es del gusto de Greenblatt, que en medio de
tantos “cotilleos, indicios y oscuras pistas” sobre el escritor, prefiere
humanizarlo aceptando muchas veces que no es posible hallar vínculo alguno
entre lo que escribió y las circunstancias de su vida, y que, a pesar de haber
soñado con lugares exóticos y culturas antiguas o personajes míticos, su mundo
imaginativo procedería de lo familiar e íntimo, hasta componer la figura de un
caballero corriente que gozó lo que el ensayista da en llamar “el triunfo de la
cotidianidad”.
Publicado en La Razón, 7-I-2016