jueves, 7 de enero de 2016

Pistas para conocer a Shakespeare

Son infinitas, desde luego, las aproximaciones a la vida y obra de William Shakespeare, quien ha sido objeto de todo tipo de análisis, incluyendo aquellos que están más cerca de la leyenda o el partidismo de ciertas ideologías. Peter Ackroyd publicó en 2005 en Inglaterra la que podría considerarse la enésima biografía definitiva del poeta inglés. Era aquel libro una delicia tanto para el amante del creador de Hamlet como de cualquier lector que pretendiera obtener no sólo una visión fidedigna de la figura del escritor, sino de cómo se vivía en la Inglaterra del siglo XVII, bajo los reinados de Isabel I y Jacobo I. Una Inglaterra que aún se regía por normas medievales, por la estricta jerarquía entre las clases sociales y por el poder de los poseedores de tierras. Ahora, otro insigne experto, el norteamericano Stephen Greenblatt, ofrece en español –vio la luz en 2004; traducción de Teófilo de Lozoya y Juan Rabasseda– otra de esas biografías maravillosas que nos hacen palpar el ambiente de Stratford-Upon-Avon y Londres en el que se movió el poeta, y cómo su vida repercutió en sus creaciones.

Así, de la misma manera que Ackroyd hablaba de cómo las experiencias de la niñez –su casa, su padre (un hombre de posibles que sufrió una fuerte decadencia social y se meció entre el protestantismo y el catolicismo), su madre, de origen acomodado, y sus hermanos), las obras de actores nómadas que pudo presenciar– acabaron influyendo en sus creaciones literarias, Greenblatt también explica ese trasfondo con fuentes históricas fidedignas y un estilo ameno, sencillo y riguroso al tiempo, muy notable. El autor, por otra parte, explicita lo de especulativo que tienen diversos episodios en la existencia de Shakespeare, lo cual no le priva de alcanzar con esmero el objetivo de su libro, el de contar “una historia de éxitos sorprendentes que parece no tener explicación: pretende descubrir al hombre real que escribió la colección más importante de literatura imaginativa del último milenio”, hasta “recorrer los sombríos caminos que unen la vida que vivió con la literatura que creó”.

Obsesión con el lenguaje

Greenblatt nos presenta a un Shakespeare decidido a escalar en el escalafón social –pese a adoptar la peor tal vez de las profesiones para ello, la de actor, que estaba fuertemente estigmatizada–, a alguien en constante contacto con la realidad –ejemplificada por la cercanía de su padre, John, que tuvo diversos cargos influyentes aparte de su actividad como guantero– y que gozaba de una maestría verbal incomparable asentada en “su dominio de la retórica, su peculiar ventriloquia, su verdadera obsesión con el lenguaje”. De tal modo, como propone el autor, la comprensión de cómo Shakespeare se convirtió en Shakespeare, por así decirlo, supone “seguir las pistas verbales que dejó tras la vida que vivió y el mundo al que estaba tan abierto”.

Así, los personajes que harán inmortal al poeta –Shylock, Yago, Lear, Macbeth o Cleopatra– en cierta medida ya estarán cuajándose en su infancia, con un Shakespeare conociendo el trabajo de los actores que acudían a su pueblo para interpretar “autos de moralidad” o “entremeses morales” y que serían fuente de inspiración segura a la hora de escribir sus obras, cuando, recién casado a los dieciocho años con una mujer ocho mayor que él, misteriosamente lo deja todo para buscar fortuna en la capital hacia 1586-87 en un trayecto que duraba cuatro días andando o dos a caballo, como había apuntado Ackroyd en su trabajo.

Éste se había centrado al comienzo en rastrear las huellas de los vecinos del futuro poeta –figuras reales que luego aparecen en sus escritos– y su fascinación en la niñez por los cuentos de hadas que, luego, se convertirán en alusiones a baladas y relatos populares en sus piezas dramáticas. Lo cual llevaba al biógrafo a conjeturar que Shakespeare tenía un enfoque pragmático de la vida, reflejado en su modo de buscar fuentes para sus obras dado que sin duda era un lector oportunista que recogía lo que necesitaba para sus propios versos. También, a sus ojos, se trataba de un hombre sumamente afable y… “muy sexual”, aunque no concretara las pruebas para afirmar tal cosa.

Sin “bardolatría”

Greenblatt no llega tan lejos y su erudición cabe observarla desde la perspectiva neutral del neohistoricismo (o nuevo historicismo) del que fue precursor en la década de los ochenta; una corriente contraria a la formalidad que proponía el llamado “New Criticism” y cimentada en entender la obra literaria dentro de su tiempo y lugar. De ahí el subtítulo de este libro que ansía poner un espejo frente al biografiado para captar lo más objetivo de su imagen: “Vida, obra y época de William Shakespeare”. Tampoco pisa el terreno, por supuesto, del Harold Bloom que defiende cómo los personajes shakesperianos usurparon la personalidad de Occidente reinventando lo humano, sobre todo Falstaff y Hamlet: «Shakespeare nos hizo teatrales, incluso si nunca hemos asistido a una representación suya ni leído ninguna de sus obras», dijo en su monografía sobre el poeta del teatro The Globe. Hasta el punto de que, según el veterano y vehemente crítico, «la lengua inglesa y el ser humano han sido moldeados por Shakespeare.

Semejante “bardolatría”, que Bloom elevaba a religión secular junto a Jesús o Alá, no es del gusto de Greenblatt, que en medio de tantos “cotilleos, indicios y oscuras pistas” sobre el escritor, prefiere humanizarlo aceptando muchas veces que no es posible hallar vínculo alguno entre lo que escribió y las circunstancias de su vida, y que, a pesar de haber soñado con lugares exóticos y culturas antiguas o personajes míticos, su mundo imaginativo procedería de lo familiar e íntimo, hasta componer la figura de un caballero corriente que gozó lo que el ensayista da en llamar “el triunfo de la cotidianidad”.


Publicado en La Razón, 7-I-2016