Hay un programa de televisión del canal barcelonés BTV, el maravilloso “Tot art”, que propone cada vez conocer cómo un elemento de la vida ha sido reflejado por parte del mundo de la pintura: la línea, el erotismo, la despedida, la locura, la mirada… En el capítulo dedicado a este último tema, a la busca de alguien para quien mirar fuera la esencia de su trabajo, la presentadora del espacio acudía al estudio de Xavi Torres-Bacchetta, acostumbrado a retratar a grandes personalidades del cine, la música y la literatura de todo el mundo. Pues bien, al preguntarle qué personaje al que había disparado su cámara le había resultado más impactante, Torres-Bacchetta lo tuvo claro: Terry Gilliam, del que destacaba su vis cómica y con el que era fácil tener afinidad; un tipo, decía, “sensacional de retratar”. De aquella sesión con el actor y director, por cierto, saldrían un par de fotos realmente llamativas: una en la que Gilliam sujeta una lupa delante de su boca, con lo que salen agrandados los dientes de forma esperpéntica, y otra en que se estiraba monstruosamente las mejillas hacia los lados.
Esa anécdota de un fotógrafo que ha captado la belleza o el misterio de los rostros más reconocibles en los medios de comunicación de todas las generaciones resulta paradigmática en torno a quién es y lo inspira Terry Gilliam, del que ahora nos llegan unas memorias que no podían haber sido mínimamente corrientes, sino que ya desde el título y el subtítulo sugieren una mente infinitamente creativa detrás, y mucho, mucho humor, “Gilliamismos. Memorias prepóstumas”. Todo un regalo para los sentidos que ha sido traducido por Emilia García-Romeu y que repasa una trayectoria basada en una independencia artística y en proyectos arriesgados como en muy pocos creadores modernos, como es harto fácil reconocer desde su primer film, “Los caballeros de la mesa cuadrada” (1975), protagonizada por los Monty Python y codirigida con Terry Jones, hasta su último largometraje, de ciencia ficción surrealista, “The Zero Theorem” (2013), con los actores Christoph Waltz, Matt Damon y Tilda Swinton.
Sueño y realidad
Que
Gilliam empiece su libro hablando de soñar que vuela no es casualidad, si
alguien tiene en mente sus películas “Brazil” y “Las aventuras del barón
Münchausen”. Ese “no poder discernir entre sueño y realidad” lo acompañará en
los años 1966-67, cuando instalado en Los Ángeles ve a sus amigos flotando
mentalmente gracias al LSD y le retrotrae a cómo de niño era lanzado por los
aires por sus padres, él un carpintero que había pertenecido a la última unidad
operativa de la caballería del Ejército estadounidense, y ella a sus ojos hoy,
la “fuerza controladora” de la familia en el pueblo de Minnesota en que creció
junto a sus dos hermanos y en que en invierno se llegaba a cuarenta bajo cero.
Una época humilde y plácida aquella de la infancia, muy ligada a la naturaleza,
que será decisiva más adelante por las experiencias que le reportaría, hasta el
punto de que “la ambivalencia de la relación entre lo rural y lo urbano es el
gran tema subyacente de mis películas. Por un lado, me encantan las ciudades
por su arquitectura y por su cultivo del arte y la cultura. Por otro, las
detesto en cuanto excrecencias humanas que conspiran para ocultar nuestra
visión del mundo natural”.
Gilliam
se detendrá en los detalles formativos de sus primeros años –“Los cómics eran
la mayor influencia corruptora de la juventud estadounidense”– hasta un momento
esencial en la vida de la familia: su traslado a California, en Panorama City,
una zona en la que precisamente se rodaban escenas para wésterns, cuando falta
poco tiempo para que se inaugure Disneylandia, en 1955; perderse ese
acontecimiento será “lo más parecido a un trauma infantil. Ésta es la razón de
que me haya metido en el cine, para adquirir unas heridas más profundas, tanto
emocionales como espirituales, que una infancia asombrosamente feliz me negó
tan cruelmente”.
De NYC a Londres
Pasar las
páginas de estas memorias también supondrá adentrarse un poquito en la historia
reciente, siquiera de soslayo, de Norteamérica: el fenómeno de los “scouts”, la
Guerra Fría, la lucha de los derechos civiles, “la avalancha jipi”… a medida
que conocemos al Gilliam en su entorno adolescente de instituto, iglesia y
deporte, hasta que alcanza la universidad y cambia tres veces de carrera y
luego consigue un empleo en una publicación de Nueva York y descubre el cine
europeo. En la Gran Manzana conocerá a un “inglés alto y anguloso llamado John
Cleese”, futuro compañero del grupo humorístico que triunfará en la BBC. Pero, seguramente,
lo que el lector interesado esperará con más expectación es cómo Gilliam
comenta la creación de sus films; a raíz, sobre todo, de su traslado a Londres
y la configuración del grupo Monty Python con su show “Flying Circus”, cuando
entiende que “la falta de sueño, la falta de tiempo, la falta de dinero y la
falta de talento” son los factores clave que se convertirán en la “metodología”
que le conduciría al cine. Con un primer éxito, “Los caballeros de la mesa
cuadrada”, otro film mal comprendido por la crítica, “Jabberwocky” (1977),
según Gilliam “un homenaje a Brueghel y El Bosco”, o la mítica “La vida de
Brian”, el trabajo que más divirtió al grupo y el que tiene más improvisaciones.
Lo que daría como resultado lo que más le gusta a un autor que odia ser tildado
de “inoportuno”: ser políticamente incorrecto y recibir gustoso acusaciones de
blasfemia.
Publicado en La Razón, 14-IV-2016