miércoles, 11 de mayo de 2016

C. J. Cela: El poeta vagabundo


Creía Cela que a los españoles se les resistían tres géneros narrativos: los epistolarios, las memorias y los libros de viajes. Lo explica en un artículo del reciente “La forja de un escritor (1943-1952)” (Fundación Banco Santander), poniendo el foco en el hecho de que el lema stendhaliano “del espejo que se pasea a lo largo del camino” casaría mejor con el libro viajero que con la novela. En el momento en que Cela escribía estas líneas, julio de 1946, estaba preparando “un libro de viajes por ese mosaico de paisajes, razas y costumbres que llamamos España” –“Viaje a la Alcarria se publica en 1948”– y su definición del género se basaría en que el escritor tendría que ocuparse del “olor del corazón de las gentes, el color de los ojos del cielo, el sabor de las fuentes de las montañas y de los manantiales de los valles”. Así lo haría, y por medio de un aliento poético que insufló hondura, belleza, marco a lo que iría a convertirse en crónica de lo visto y sentido; por algo José Ángel Valente habló de que su narrativa “tiene una prolongada preparación poética o hunde profundamente en la poesía muy sólidas raíces». 

Ese realismo de raíces poéticas, durante sus caminatas por pueblos y montes, cobrará diferentes formas en función de lo que se quiera retratar, como apunta Antonio Vilanova en su comentario a “El Gallego y su cuadrilla” (1955): «Frente a la visión de la realidad española que nos brinda el popularismo folklórico y castizo, desenmarcado del tiempo y de la circunstancia histórica del momento, Cela nos da una imagen totalmente verídica y real de la España típica, reflejada en su fauna humana y en su carácter racial, no en un fácil pintoresquismo de navaja y pandereta». Detrás, gracias a su capacidad de observación de tierras y gentes, asoma lo ruralista, lo humorístico y lo melancólico, tres elementos inequívocamente celianos en trayectos como el citado a esa comarca de Guadalajara, “Del Miño al Bidasoa” (1952), “Judíos, moros y cristianos” (1956), “Viaje al Pirineo de Lérida” (1965) o “Nuevo viaje a la Alcarria” (1986).

A la pregunta de Joaquín Soler Serrano, en su programa televisivo “A fondo”, sobre la preponderancia de lo poético en su prosa, el autor respondió con un vago «probablemente sí». Para un hombre que tanto se dio a los trabajos lexicográficos, todo vocablo podía contribuir a la sonoridad de una narración, más si cabe en series de adjetivación –lo que Josep Pla más admiraba de él– destacadas por José M.ª Pozuelo Yvancos en “Viaje a la Alcarria”, como en este ejemplo del comienzo del texto: “El metro está cerrado aún y los tranvías, lentos, distantes, desvencijados, parecen viejos burros abultados, amarillos y muertos”. El poeta Cela, también pintor, había leído, contemplado la pintura y la literatura viajera de González Solana, lo que le llevaría a dedicar su discurso de ingreso en la Academia, en 1957, a analizar obras como “La España negra” o “Madrid callejero” de un artista que parecía “como gozarse en bucear la España más amarga, más estática, más seca y monstruosa”. La misma España oscura que él captará también con la más inmensa de las ternuras –en forma de nostálgico lirismo, incluido su trato a los animales; recuérdese el perro que encuentra en los Pirineos y que morirá atropellado–, con la empatía que le despertaba quien le acogiera o intercambiara unas palabras con él en su vagabundaje.

Del caminante que se reconocía melancólico en su paso por la Alcarria, intentando evitar cualquier atisbo de sensiblería, al que regresa a ese lugar en 1985, se extiende el proceso de un cinismo profundo. Entonces se enfrentará a ciertas inquietudes existenciales antes inéditas que le inspiran bellas afirmaciones: «Al viajero le tiembla un punto el minutero del alma, esa agujita que se estremece más al compás de la memoria que al del entendimiento o al de la voluntad». Su visión se esclarecerá; sus ojos convertirán su antiguo afecto por los objetos cotidianos en un modo apenado de entender algunos instantes biográficos: así, el objeto no es en sí triste, sino lo es la percepción del cronista, que singulariza su melancolía por medio de algo intrascendente: «En las aguas de un minúsculo zafareche adornado por la yerba verde y delicada, flotan dos condones huérfanos, usados y tristísimos». 

El que se define siempre como un vagabundo, «de temple sentimental y propensiones añorantes», a fin de cuentas se percibirá como un ser humano vulgar y corriente que, por mucho que se esfuerce en pensamientos elevados, un día morirá para formar parte del ciclo de la vida. Excelso párrafo aquel –seguimos en “Nuevo viaje a la Alcarria”– donde, antes de defecar tras un accidentado viaje en globo, describe de modo formidable la fauna y flora que le rodea; ocasión para que se desate una oportunista metafísica ante la contemplación de la «historia natural, la historia sagrada y la historia de las civilizaciones, las guerras y los inventos». Será, justamente, en la negación a la trascendencia, en la prioridad del natural y «biodegradable» excremento ante la artificial filosofía cuando, de repente, en un suspiro, comprendamos la capacidad para mezclar lo hermoso y lo ordinario en unas pocas líneas, y el Cela humorista, el poeta melancólico, el narrador de los pueblos perdidos, nos salude ofreciéndonos su escéptica sonrisa y su impenetrable vulnerabilidad.

Publicado en La Razón, 8-V-2016