Palabras florales, aeropuerto de Miami
La admiradora
escribió a su sex-symbol favorito
pidiéndole una cita. Dijo ser gorda y fea, pero irresistiblemente sexy. Tenía
razón.
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Durante el
acto, la tartamuda gimió hasta decir “te quiero” en código morse.
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Frente al
televisor, miraba fijamente documentales sobre el apareamiento animal, mientras
su mujer se adormecía, abierta en balde.
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Desesperado por
una paciente bipolar de verborrea incansable, al logopeda no le quedó otra que
recomendarle bucear todo el año, dormir más y sexo oral en grupo.
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Tenía
fantasías tan originales, pero tan cursis, puritanas y mojigatas, que Disney le
compró los derechos.
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Aprovechándose
de las tragaderas de su desquiciante pareja, cometió el crimen perfecto cañoneándole
sin avisar su semen envenenado.
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Su compañera
de trabajo era tan polivalente, versátil y polifacética en todo, que para él
fue una decepción que no fuera multiorgásmica.
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Profundamente
creyente y maternal, la joven se consagraba, oh, a adorar con devoción el duro tótem
de su futura fertilidad. Él solo quería follársela.
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El misionero,
una vez destinado al remoto Himeneo, adaptó su postura para cubrir las necesidades
de las vírgenes.
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Ante el escote
de su editora jefa, el corrector de textos, “desacentuado” por la excitación, se
ponía livido al no ser capaz de
controlar su líbido.
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Ya muy avanzado
su matrimonio, cedió a la rutina resignada de tener sexo únicamente cuando quería
su mujer: cada día.