domingo, 8 de enero de 2017

Doce elegidos para la Gloria

En el año 2004, Joan F. Mira llevaba a cabo una de sus heroicidades intelectuales, como había hecho con la traducción al catalán de la “Divina comedia” y haría con la “Odisea”. Nos referimos a su versión de los Evangelios, hecha con un enfoque literario y no dogmático, y adaptando los criterios que se aplicarían a los escritos narrativos de los clásicos griegos, lo cual no hacía que se alejara de la fidelidad al texto; muy al contrario, su intención era profundizar en el lenguaje original griego y lograr una expresividad natural y próxima para el ciudadano de entonces y el de ahora. Mira ponía algunos ejemplos de cómo se diferenciaban palabras o frases del texto primigenio y aquellas que ya estaban marcadas por un contenido teológico y litúrgico. Un primer y apasionante problema a la hora de interpretar un conjunto de narraciones que, “desde el mismo momento de su redacción, hasta nuestros días, ha tenido un peso, una difusión, una influencia y una penetración cultural y social como ningún otro libro imaginable de ninguna lengua o literatura europea”.

Algo similar también se preguntó Tom Bissell cuando, tras una niñez y adolescencia educado en el catolicismo de manera muy activa, leyó un libro que al fin y a la postre le empujaría a ir abandonando la fe, dándose cuenta de “toda clase de dificultades textuales y de traducción, que en muchos casos no sólo no se resolvían, sino que se agravaban a medida que nuevos manuscritos y hallazgos iban saliendo a la luz a lo largo de la historia”. Resultado de tal interés y diez años de trabajo es este formidable “Apóstoles” (traducción de Juanjo Estrella), que refleja cómo la sensación del autor al respecto de que una verdadera comprensión de Dios a través de las escrituras le resultaba de repente una tarea inabarcable se tradujo no en mero rechazo o incertidumbre, sino en una investigación desarrollada con libros y viajes a nueve países y más de cincuenta iglesias; todo para “conocer los supuestos sepulcros y lugares de reposo eterno de esos doce apósteles”.

El enigma de Judas

Pero quiénes eran tales apóstoles. Ni siquiera clarificar ello es tarea fácil, dado que en el Nuevo Testamento no hay un acuerdo unánime, sino pequeñas variaciones: Marcos enumera una docena; la lista de Mateo es parecida; Lucas sigue en esa línea pero añade a Judas de Jacobo y no incluye a Tadeo; Juan no ofrece una relación de doce seguidores, y “considera como perteneciente al círculo íntimo de Jesús a un tal “Natanael de Caná”, que no aparece en ningún otro lugar del Nuevo Testamento”. Es más, Bissell añade que un texto que probablemente sea del siglo II y que fue descubierto a finales del XIX aporta una lista de once, influenciado por Juan. “Esas incongruencias socavan y a la vez avalan el fundamento histórico de los doce”, pues según otro estudioso citado por el autor, “la fluctuación de los nombres revela que no todos eran recordados con precisión a medida que pasaba el tiempo”. De hecho, en el Nuevo Testamento la expresión “doce apósteles” sólo sale una vez, en Mateo 10.2.

Sea como fuere, Bissell se pregunta si los doce apóstoles (que significa “el que es enviado”) eran viajeros o predicadores que en efecto eran conscientes de la relevancia de su fe en el mundo, o en realidad se trataba de judíos que andaban por Galilea y Judea. Por su parte, “los padres de la Iglesia, en su mayoría, intentaron mantener la diferenciación entre los setenta discípulos y los doce apósteles, esfuerzo que generó gran confusión”. Y es que se habló de esos sesenta a partir de un pasaje de Lucas 10, escogidos por Jesús para difundir su palabra. En un ámbito, además, en que el concepto de autoría en unos textos que no se firmaron es ambiguo e inspira muy diferentes interpretaciones, en el que la historia y la leyenda a veces son indistinguibles. Como en el caso más polémico y enigmático, el de Judas Iscariote, con el que empieza el libro.

El ejecutor del beso más famoso de la historia es citado veintidós veces en el Nuevo Testamento, sobre todo en el evangelio de San Juan. El autor se adentra en el misterio de su traición, lo cual se ve limitado por la escasez de las fuentes, para lo cual cita a analistas tan particulares como De Quincey, el opiómano que escribió que Judas hizo lo que hizo para salvar a Israel. Pero “Apóstoles” no es sólo un ensayo sobre el cristianismo, sino también una obra de aventura viajera. Aparece Bissell en terrenos peligrosos, enfermando, dialogando con gentes que le facilitan o complican sus pasos. Ya sea en el Jerusalén palestino con motivo de Judas, o en Roma siguiendo las huellas de Bartolomé, Pedro o Pablo, las de Andrés por Grecia, las de Juan en Turquía, o recorriendo los ochocientos kilómetros del Camino de Santiago junto a un amigo, Bissell se muestra como un cronista experto en desgranar la infinita riqueza del cristianismo “in situ”, alcanzando incluso la India para estudiar a Tomás o a Kirguistán para buscar las reliquias de Mateo.


Publicado en La Razón, 22-XII-2016