martes, 17 de enero de 2017

Románticos «on the road»


El ensayo, la biografía, el paisajismo cultural o histórico cada vez busca nuevas vías expresivas, convirtiendo el yo que ensaya o pinta tal paisaje en parte fundamental del libro, de tal modo que la simpatía e identificación del lector se refuerce con el contenido de alguien que se muestra próximo. Es el caso de estas “Huellas” (traducción de Guillem Usandizaga) que, divididas en cuatro secciones que relacionan un viaje personal con el insigne antecedente que lo inspiró, son un tránsito detallado de los caminos que tomaron diversos escritores por Europa y las motivaciones y decisiones que los acompañaron.

Para empezar, en “1964. Viajes”, Holmes se propone hacer el viaje que en su día realizara Robert Louis Stevenson, en 1878, a los veintisiete años, con la compañía de una burra por Francia: “Junto a ella pretendía cruzar una de las regiones más elevadas y agrestes de Francia”, cuenta el Holmes aventurero que quiso imitar al autor de “La isla del tesoro” con la máxima exactitud para entender mejor qué le llevó a semejante excursión: “Stevenson pretendía ir solo y ser autosuficiente y cargó la burra con un enorme saco de dormir diseñado por él mismo”. Así, el biógrafo, en aquel tiempo también un joven soñador que aún buscaba su propio camino profesional, haría de ese viaje paralelo una forma de llegar al alma de su biografiado, entendiendo que la experiencia de Stevenson fue en cierto modo, a tenor de su maltrecha salud, no solamente una prueba física, el reto de poder sobrevivir solo, sino también un episodio metafísico: “Stevenson hacía una peregrinación a los recovecos de su propio corazón. Se preguntaba qué tipo de hombre debía ser, qué patrón de vida debía seguir”.

Este es sin duda el elemento más interesante de “Huellas”, la determinación de Holmes por ahondar en lo que despertó el ansia de soledad, introspección o curiosidad viajera del autor admirado. Y realmente consigue que sintamos el deseo, la duda, el temor incluso a lo que el destino deparó, en este caso, al Stevenson que intenta desligarse de la influencia de sus padres, le abordan grandes dudas religiosas y no sabe si decantarse por una existencia creativa y solitaria o comprometerse con alguien. Y ahí vienen unas de las páginas más relevantes y novedosas de las páginas dedicadas al narrador escocés: la vida de la que iba a ser su mujer, Fanny, a la que había conocido en Francia y con la que se reuniría en Estados Unidos para compartir el resto de sus días.

Revolución en dos tiempos

Esta etapa de Stevenson por las Cevenas francesas será una especie de rito de iniciación, en palabras de Holmes. Y algo similar ocurre en “1968. Revoluciones”, cuando el autor presencia los disturbios de aquel año en París, lo que le evoca “la primera revolución francesa tal como la vieron los románticos ingleses unos ciento ochenta años antes”. De nuevo solapando los tiempos, aquel espíritu es el de los años sesenta del siglo XX por ser otra “explosión de idealismo”, aderezado por música, sexo y estados alucinógenos, que se basaba “en un rechazo profundamente romántico de la sociedad convencional, el viejo orden”. Holmes, de hecho, va más allá en su comparación: «Muchos de los eslóganes y conceptos de los 60, incluida la misma idea de “revolución” como acto aparatoso de autoafirmación se inspiraron o reafirmaron» en esos autores clásicos de la primera modernidad. De ahí que surjan el Coleridge y el Southey proclives a las comunas, el Blake visionario y rebelde, el Shelley del amor libre y la resistencia pasiva o el De Quincey aficionado a las drogas.

Destaca entre todo ello el singular sendero vital de Wordsworth, que recorrió Francia a pie, tuvo un hijo con su profesora de francés y se hizo muy amigo de un simpatizante de la causa revolucionaria. El dilema que acució entonces al autor de “El preludio”, quedarse en Francia o huir a Inglaterra, hace que Holmes se sienta identificado con los problemas de su propia generación. Más adelante, en “1972. Exilios”, contará otra extraordinaria andadura, la de la feminista Mary Wollstonecraft, que en 1792 es una mujer increíble: con treinta y tres años vive de su pluma, es soltera e independiente, ha publicado cuatro libros y va sola a París, donde se quedará dos años y será feliz con su pareja. Holmes ve en ella el ejemplo de cómo interiorizar la revolución en su propia biografía, lanzando vasos comunicantes entre la escritura, el momento social que se vive y la mirada interior de cada artista. Por ello, el rastreo “in situ” es imprescindible.

Sigue así las huellas de Shelley en Italia, ampliando su investigación viajando al Distrito de los Lagos, Gales, Escocia, Irlanda, Francia, Suiza. En un momento realmente curioso para él: “Marco mi debut como biógrafo profesional el día en que el banco me devolvió un talón porque sin darme cuenta lo había fechado en 1772”. Hasta tal punto llegó su obsesión por el poeta de Sussex, que le dedicaría una biografía de ochocientas páginas. Y un ánimo igualmente obsesivo le conducirá a averiguar la fuente de la leyenda que se atribuye a Nerval, quien llevaba una langosta atada a una cuerda por las calles de París. En busca de las huellas de su extraño suicidio, Holmes se mete en todo “un laberinto de fantasía y memoria en el que el biógrafo puede quedar atrapado”. Lo cual puede ser una perfecta definición del género de la biografía, que este autor londinense borda como pocos en la actualidad.

Publicado en La Razón, 5-I-2017