sábado, 4 de marzo de 2017

Azorín, un artesano de la lengua


A cincuenta años de su muerte, qué nos queda de José Martínez Ruiz (1873-1967), aquel que empezó a usar su célebre seudónimo después de la novela filosófica «La voluntad» (1902), protagonizada por Antonio Azorín. Su altísima apuesta artística ha pagado el precio del paso del tiempo, cayendo en el olvido para las nuevas generaciones de escritores, en contraste con su mirada como ensayista, que desde el punto de vista editorial aún recibe atención; véanse al respecto las recopilaciones de artículos llevadas a cabo por Fórcola Ediciones: “Libros, buquinistas y bibliotecas”, que refleja su interés por el mundo de la lectura y el libro como objeto, y «¿Qué es la historia?», donde defendía la idea de que la «sensibilidad» del que escribe literatura tiene que ser similar al del historiador, pues ambos buscan «una aproximación a la verdad». 

Y la verdad en el literato está en la observación minuciosa, la del paisaje y la interior. En su caso, tal cosa está desarrollada de una manera tan honda y bella que no es de extrañar que Mario Vargas Llosa, que eligió el análisis de su obra para ingresar en la Real Academia de la Lengua, en 1996, dijera que es “uno de los más elegantes artesanos de nuestra lengua”. Así ya lo comprobó el premio Nobel cuando de pequeño leyó “La ruta de Don Quijote” (1905) y quedó hechizado al descubrir a un “creador de un género en el que se alían la fantasía y la observación, la crónica de viaje y Ia crítica literaria, el diario íntimo y el reportaje periodístico, para producir, condensada como la luz en una piedra preciosa, una obra de consumada orfebrería artística”. 

Es justamente así, pues a Azorín pocos le ganan en modernidad y originalidad desde el punto de vista novelístico y estilístico. «Yo recuerdo que muchas mañanas abría una de las ventanas que daban a la plaza; el cristal estaba empañado por la escarcha”, se lee en “Las confesiones de un pequeño filósofo”, haciendo que los elementos de la naturaleza que se abren a la vista despierten en el lector una oleada de melancolía y ternura. Una sensación de añoranza que proviene del tono íntimo que dio a relatos como ese, del lejano 1904, y que aún puede hechizar a quien esté dispuesto a reconocer la poesía de la infancia y el poder musical y evocador del lenguaje.

Publicado en La Razón, 3-III-2017