viernes, 21 de abril de 2017

Un ensayo que merece su tiempo

El pasado febrero se publicaba “Cronometrados. Cómo el mundo se obsesionó con el tiempo” (editorial Taurus), en el que Simon Garfield hablaba de “nuestra obsesión con el tiempo y sobre nuestro anhelo por medirlo, controlarlo, venderlo, grabarlo, representarlo, inmortalizarlo y darle sentido”. Trayendo a colación asuntos de carácter histórico de los últimos doscientos cincuenta años, y también con referencias a sus propias experiencias personales, el ensayista londinense exploraba el modo en que “el tiempo se ha convertido en una fuerza pertinaz que domina nuestras vidas” y estudiaba el momento en que, con el trasfondo de la Revolución Industrial y la invención del ferrocarril, el tiempo empezó a ser encapsulado hasta nacer el concepto de “puntualidad”; de modo que el tren cambiaría nuestra forma de valorar el tiempo más que ningún otro invento, pues la reducción de los desplazamientos influiría en el resto de horas disponibles.

Este tratamiento del tiempo que irrumpe por vez primera en la historia de la humanidad en el siglo XIX también tiene su reverso fantástico en la misma época. James Gleick lo demuestra en este magnífico “Viajar en el tiempo” (traducción de Yolanda Fontal) en el que explica que, en esa centuria que presenció maravillas, “la era del vapor y la era de la máquina estaban en pleno apogeo, el ferrocarril acortaba las distancias en el planeta, la luz eléctrica convertía la noche en un día interminable y el telégrafo eléctrico estaba aniquilando el tiempo y el espacio”. Toda una transformación para una manera de entender la vida, ya que hasta ese entonces la conciencia del tiempo era vaga en comparación con la nuestra actual. “En tiempos pretéritos, la gente apenas tenía la más mínima esperanza de visitar el futuro o el pasado. Rara vez se le ocurría a nadie. No estaba en el repertorio.” Pero entonces se le ocurrió a H. G. Wells.

Gleick apunta algunos casos como precedentes de esa idea del viajero en el tiempo, pero por supuesto el punto de inflexión es la novela “La máquina del tiempo”, que Wells –un joven que “está intentando ser escritor. Es un hombre minuciosamente moderno, que cree en el socialismo, el amor libre y la bicicleta”– publica en 1895. Un autor al que cabe reconocerle algo extraordinario, porque, al contrario de lo que pudiera creerse, viajar en el tiempo no pertenece a una tradición ancestral, indica Gleick, sino que es una fantasía de la era moderna; de manera que Wells “estaba inventando también una nueva forma de pensar”. Su relato planteaba ir más allá de las tres dimensiones de Euclides (arriba y abajo, delante y atrás, y derecha e izquierda); significaba tener en cuenta una cuarta dimensión, sobre la cual ya los científicos discutían y que acababa siendo “un escondrijo de lo misterioso, lo oculto, lo espiritual, de cualquier cosa que pareciera acechar fuera de la vista”.
           
El tiempo en las manos

Wells hace visible, por así decirlo, esa dimensión que para él no es nada misteriosa; es simplemente el tiempo, una dirección más, ortogonal al resto. Pero esto a la vez implicaría pensar en el tiempo como en un lugar, un espacio, lo que genera todo tipo de teorías, tanto del campo de la ciencia como de la filosofía. Por eso será natural pasar las páginas y encontrarnos con ideas de Newton y Schopenhauer, pero también E. A. Poe y Woody Allen y muchos otros, con un estilo claro y ameno verdaderamente ejemplar. Viajar en el tiempo, al ser algo tan arraigado en nuestro imaginario fantástico popular –como la inolvidable adaptación de la novela de 1962, “El tiempo en sus manos” (en español), con Rod Taylor como viajero– hace que Gleick pueda aludir a un sinfín de ejemplos de “futuristas”, el primero de ellos Jules Verne. Éste imaginaría un París del siglo XX en que habría vehículos a gas, bulevares llenos de luces y luchas entre máquinas. Una distopía, indica el autor neoyorquino, tan moderna que nadie la quiso publicar en su momento.

Y es que cuántas veces las fantasías de los artistas se han adelantado a las posibilidades que otorgará el progreso tecnológico. En este caso, lo interesante es comparar cómo pensó Wells su máquina y la forma en que su protagonista viajará a un lejano futuro –en el que una sociedad tan edénica como alineada está esclavizada por los Morlocks– y las teorías que un par de décadas después surgirían en el terreno de la física. Un tal Albert Einstein crearía la teoría de la relatividad, lo que daría pábulo a la posibilidad de viajar en el tiempo; ¿cómo?, pues muy sencillo: acercarse a un agujero negro y acelerar hasta llegar a la velocidad de la luz, como le dijo una vez un físico famoso a Gleick: “Lo que quiere decir es que tanto la aceleración como la gravitación atrasan los relojes, de acuerdo con la relatividad, de forma que uno podría envejecer un año o dos en una nave espacial y regresar a la Tierra dentro de cien años para casarse con su sobrina tataranieta”, como sucede en una novela de Robert Heinlein. Así que, ciertamente, tendremos el tiempo en nuestras manos… en un futuro de ciencia ficción.

Publicado en La Razón, 13-IV-2017