martes, 19 de septiembre de 2017

Esa comedia blanca (en la muerte de Jerry Lewis)


Hay una escena inolvidable en la película “Lío en los grandes almacenes”, de 1963, hipnótica por su simpática genialidad, con un Jerry Lewis pulsando una máquina de escribir como si siguiera el ritmo de la pieza instrumental compuesta por Leroy Anderson en 1950 que suena de fondo. Aquel era un humor fácil de despreciar; un actor haciendo el payaso, poniendo muecas, apareciendo continuamente con cara de asombro, de susto, de vivir en el absurdo absolutamente. Y sin embargo, en los años cincuenta o sesenta ese modelo cómico funcionaba como una máquina de música y escritura perfectamente engrasada. Humor fácil de rechazar por su apariencia infantiloide, pero tan vívido, tan universal, tan entretenido. Sacaba el niño que llevábamos dentro, y deslumbraba a los niños convertidos en risueños espectadores. 

Lewis representó la antigua tradición del “slapstick” y el absurdo, de esos gags visuales que marcaron una época en el cine mudo y cuyo legado podía verse en películas protagonizadas por el comediante como “El botones”, tan deudora de Chaplin. Qué época dorada aquella, que vio a otros actores de vis cómica maravillosa, como el Peter Sellers de “El guateque”, desternillante en su torpeza e ingenuidad, o el Danny Kaye que, como encantador musicólogo que se enamora de la pareja de un gánster o se convierte en boxeador que baila tontamente frente a su contrincante, despertaba tanta hilaridad como ternura. Ese era el sempiterno territorio cómico de Jerry Lewis, el de todas las edades, el que se ha extendido desde aquella comedia blanca y se aprecia en las nuevas generaciones: en el histrionismo de Jim Carrey o en los cariacontecidos rostros propios de un hombre convencional, algo desconcertado y resignado, de los films de Adam Sandler o Will Ferrel.

Ese tipo de comedia también era, no lo olvidemos, una manera de decirnos que la vida es una fiesta, o un chiste continuo, que no cabe tomarse nada en serio. E incluso dejaba entrever cierta moralidad: “El profesor chiflado” no sólo era la versión de un señor Jekyll y doctor Hyde que en realidad constituía una manera de decirle al espectador que todos tenemos al seductor y al tímido dentro, sino que sugería que la belleza y el culto a la imagen eran imposturas; que el profesor que se tomaba un brebaje y de repente era un atractivo conquistador podía convertirse en un farsante si le daba la espalda a lo auténtico, a la bondad honesta, a la pura humanidad.

Publicado en La Razón, 21-VIII-2017