viernes, 15 de septiembre de 2017

Los robinsones que comían lobos marinos

Como el Quijote, Hamlet, Fausto o Don Juan, Robinsón Crusoe es universalmente mucho más que un personaje literario. Se trata de un arquetipo, un icono social y cultural, un mito que ha traspasado el mundo de la ficción narrativa para incluso nutrir el lenguaje. Así, en el Diccionario de la Lengua Española, encontramos «robinsón», «robinsonismo» y «robinsoniano», dos sustantivos y un adjetivo pertenecientes a aquel que, «en la soledad y sin ayuda ajena llega a bastarse por sí mismo». Y esto es lo que le había ocurrido al marinero escocés Alexander Selkirk, el verdadero náufrago en que Daniel Defoe basó su inmortal relato de aventuras (publicado en 1719) y al que habían abandonado por indisciplina en una isla desierta.

Defoe conoció el suceso gracias a un libro titulado «Crucero alrededor del mundo» de un capitán llamado Woodes Rogers, y su instinto periodístico le despertaría la suficiente curiosidad para conocer la peculiar historia al completo e inventar un relato después de pedirle consejo a un librero de confianza. Éste le orientó sobre la longitud que debía de tener la novela, confirmándole que un libro semejante podría resultar atractivo para una gran cantidad de lectores que buscaba nuevos entretenimientos, literatura de evasión. Defoe sabía, como todo el mundo, que la novela era un género secundario, pero su fina intuición detectó que muy bien podría ser el vehículo para exponer sus ideas moralizadoras y puritanas a partir de un hombre que se superaba a sí mismo.

Porque Robinsón, por supuesto, ejemplifica al hombre que lucha con un entorno natural inhóspito y que ha de fabricarse una civilización a su manera, construyéndola de la nada, e incluso integrando en ella a un indígena, lo cual simboliza el colonialismo e imperialismo británico. Dadas estas premisas pedagógicas, no es extraño que J. J. Rousseau recomendara vivamente la novela a los jóvenes, afirmando que era una «obra básica de toda educación». Y en esa intención educativa también cabría colocar este notable libro de François Édouard Raynal, “Los náufragos de Auckland” (traducción de Pere Gil, prólogo de Alfredo Pastor) al ser la demostración de que, como aquel Robinsón real convertido en ficción, se podía sobrevivir tras una tragedia en condiciones de aislamiento extremas, y levantar una cabaña, aprender a subsistir en una naturaleza salvaje, soportar el abatimiento de tanta soledad y falta de recursos de toda clase.

El clima más hostil

Y es que una noche de 1864, los cinco hombres que integraban la tripulación de la Grafton, una goleta mercante, naufragó en las costas de Nueva Zelanda, hallando no obstante refugio en un islote deshabitado. El capitán australiano Thomas Musgrave, el jovencísimo marinero británico George Harris, el noruego Alexandre MacLarren, el cocinero portugués Henri Forgés, y Raynal, administrador de una plantación en Isla Mauricio, soportarían veinte meses en las islas Auckland con un clima hostil y, en un ejemplo de resistencia y confianza memorable, salvarían sus vidas y podrían retomar sus asuntos. En el caso del autor del libro, volvería a su añorada Francia, de la que estaría alejado veinte años, para atender a sus padres, a los que quiso ayudar desde adolescente para darles una existencia holgada haciéndose marinero e incluso buscador de oro en Australia, todo lo cual le había llevado a sufrir indecibles padecimientos.

El deseo de la expedición de la Grafton era encontrar cierta isla en que podía haber una mina de estaño argentífero o, en el peor de los casos, suficientes focas con las que conseguir aceite y pieles. Pero el fuerte viento y las olas arrastrarían la goleta hasta hacerla chocar contra unos peñascos y naufragar. A partir de ese momento Raynal se convertiría en un líder que, lejos de resignarse a sufrir un destino fatal e inevitable, se esforzará no sólo en la creación de un microcosmos que proporcione a su tripulación seguridad, calor, incluso comodidad, sino en dirimir las diferencias que irán surgiendo en una situación claustrofóbica pero en la que el autor, gracias a su fe en Dios, consigue encontrar fuerzas y esperanzas, y lo más importante, contagiar estas a sus compañeros. La razón se impone al caos; la inventiva a la poderosa naturaleza; la fe en uno mismo a la tristeza.

Entre ruidosos leones marinos e inmensas moscas azules, en unas Auckland donde “la humedad, las tempestades y las nieblas reinan casi sin interrupción”, Raynal escribe un diario (Musgrave también hizo lo propio, y lo publicó en 1866) y, muy bregado en el pasado como trabajador de la tierra en las condiciones más duras, emprende todo tipo de iniciativas. Fabrica jabón, hace de un poco de harina y mostaza su farmacia y siempre está atento a que se imponga la fraternidad, sabedor de que las enemistades tendrían consecuencias desastrosas, de tal modo que instaura la figura de “un cabeza de familia que atemperase la autoridad legal” como juez paternal, como un hermano mayor.

El grupo, pues, firma una especie de constitución para “mantener el orden y la unión entre nosotros, con tacto pero también con firmeza”, y se organizan para tener abundante leña y hacer la colada cada lunes, entre otras interminables tareas. Al final, construirán una barca con la que huir, padeciendo hambre y tormentas, hasta la salvación final cinco días más tarde en lo que fue una aventura convertida en crónica que, como en el caso robinsoniano, también inspiraría literatura. Nos referimos a “La isla misteriosa” (1874), en la que Jules Verne narró cómo cinco marinos, tras huir de la Guerra de Secesión, logran sobrevivir en un lugar lleno de fenómenos enigmáticos. 

Publicado en La Razón, 3-VIII-2017