viernes, 22 de diciembre de 2017

La valentía de ir a contracorriente


Entre 1887 y 1896, y dividido en nueve tomos a lo largo de tres series, se fue publicando en París un diario único en el mundo de las letras por varias razones; primero, por ser de los primeros (si no el primero) en tener un marcado carácter socioliterario y no meramente privado o adscrito a alguna crónica viajera, por ejemplo, y sobre todo, por estar concebido por dos personas, dos hermanos, que redactaban todo al alimón con una armonía y laboriosidad extraordinarias. Eran Jules y Edmond de Goncourt, cuyos relatos la historia ha relegado al olvido pero cuyo apellido tiene un eco constante en el ambiente cultural galo y hasta internacional por el premio así llamado, el cual se empezó a llevar a término para cumplir con una voluntad que dejó dicha en el testamento el segundo. Éste había muerto en 1896, y quedaba muy atrás la desaparición, en 1870, de su inseparable hermano menor, en cuya memoria, pues, estuvo erigido este galardón en 1903.

La desaparición precoz de Jules destrozó a Edmond, que acabó por decidir que tenía que darle continuidad a lo que estaba siendo un gran trabajo a la hora de captar e inmortalizar acontecimientos, novedades y charlas de los grandes literatos del momento en Francia, y con la firma de ambos. Ahora, esas anotaciones diarias de casi veinte años juntos llega con una cuidada selección y traducción de José Havel. «Diario. Memorias de la vida literaria (1851-1870)» da así comienzo de una manera harto particular, cuando una mala casualidad hace que el mismo día en que se pone a la venta su primera novela, titulada «En 18...» (2-XII-1851), Luis Napoleón Bonaparte, presidente de la Segunda República Francesa, da un golpe de Estado para erigirse en Napoleón III, lo que significaría el exilio de Victor Hugo y un clima de censura en contra de los medios de comunicación.

Contra la moral imperante

En 1853 los Goncourt son procesados por un artículo que quería reflejar el ambiente callejero desde donde vivían hasta la dirección del periódico para el que trabajaban. Una dosis de realismo, del naturalismo que luego Émile Zola llevará a una obra narrativa descomunal, que atentaba contra la moral pública y las buenas costumbres que propugnaba el poder gubernamental. Se colocaban de este modo, como dicen ellos cuatro años después, en la misma situación que Flaubert, que también era llevado «a los banquillos de la policía correccional» por «Madame Bovary», o que otro de sus amigos, Théophile Gautier, que decía arriesgarse «a cada frase a ser llevado ante los tribunales», o que el Baudelaire del que un poco después aseguran: «Se defiende obstinadamente, con cierta ira, de haber ultrajado las costumbres en sus versos». Y en efecto, en agosto de 1857, se le había acusado de ofender la moral religiosa por algunos poemas de «Las flores del mal».

A tenor de lo que se comentaba en este «Diario», siempre tocando tabúes sociales o transcribiendo las ocurrencias de sus amigos escritores, que no tenían pelos en la lengua jamás, se originó al publicarse un gran escándalo aun habiéndose omitido algunos nombres propios. El puritanismo y la hipocresía generalizada no podían aceptar la libertad de expresión de la que hacían gala ellos y, por extensión, los autores que más aparecen en estas páginas: los citados Flaubert y Gautier más la narradora George Sand, el ácido crítico literario Sainte-Beuve y el historiador Hippolyte Taine. Asimismo, al lado de todo tipo de encuentros con grandes personajes vemos a los Goncourt centrados de manera incansable en su obra narrativa e histórica, dejando traslucir su punto de vista sociopolítico: por un lado, por medio de su mirada clasista y, por el otro, por la añoranza al siglo XVIII y el rechazo al republicanismo.

Havel, en este sentido, nos habla de la parte más cuestionable de este par de hermanos por lo demás valientes, honestos y hasta entrañables, siempre curiosos, siempre queriéndose rodear de verdaderos artistas, muchas veces bohemios como Henry Murger o estrellas de la talla de Dumas padre: «Aristócratas hasta la médula y militantes espirituales del Antiguo Régimen, con una conciencia algo quijotesca de su nobleza, los hermanos Goncourt despreciaban al pueblo y a la clase obrera, hasta odiarlos como viles productos de la filosofía igualitaria del siglo XIX, origen de todos los males y miserias de su tiempo. Sobre ambos escribieron por intereses más estéticos que humanitarios, jamás preocupados por la mejora social de las clases». De ahí que el traductor los califique de conservadores en lo político pero revolucionarios en lo literario, que es lo que nos interesa ahora. El diario será un ejemplo ciertamente de modernidad reflexiva, como se aprecia en la gran cantidad de aforismos geniales que uno se va encontrando en una clima de creatividad ingrato, pues como dicen en 1860: «¡Oh, querer hacer algo nuevo cuesta caro!».

Publicado en La Razón, 21-XII-2017