En 1972, Truman Capote publicó un
original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló
«Autorretrato» (en Los perros
ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con
astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus
frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman
la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de
la vida, de Francisco Bescós.
Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Mi casa.
Me he vuelto hogareño. Tener familia ha despertado mi territorialidad.
¿Prefiere los animales a la gente?
Prefiero a
la gente. Me parece una elección tan obvia que no me voy a molestar en explicarla.
¿Es usted cruel?
No lo creo. Si
estuviese convencido de serlo, trataría de cambiar. Si alguien cree que lo soy,
que me lo diga, por favor.
¿Tiene muchos amigos?
Sí.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Las mismas
que en las obras de arte: que sean divertidos, fascinantes o inspiradores.
Además, para encontrar esas cualidades en las personas basta con ser un tipo
curioso. Yo encuentro tan fascinante a quien me habla del cultivo del maíz como
a quien me habla de la Guerra de los Balcanes, siempre y cuando lo haga con pasión.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
No. Mi sentido de la
fidelidad me lleva a justificarlo casi todo.
¿Es usted una persona sincera?
No. Y
además no creo en la sinceridad. Creo en la empatía. A veces la sinceridad sí
es necesaria. Otras veces, cuando uno sabe meterse en la piel del otro, se da
cuenta de que ese otro no necesita escuchar una opinión sincera, sino unas
palabras que le animen a seguir adelante. La sinceridad siempre debe estar
supeditada a la empatía. Y hay que ser un poco egoísta para pensar que tu
sinceridad es más importante que cualquier otra cosa.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Tengo familia, tres
hijos de menos de tres años, soy publicista free lance y trato de sacar
adelante una carrera literaria. No tengo tiempo libre. Si dispongo de una hora
al día me gusta ver una serie con mi mujer, leer un libro ajeno a mis proyectos
literarios o reencontrarme con algún amigo de mis tiempos más golfos. Mis
placeres se han reducido a los más sencillos entre los sencillos.
¿Qué le da más miedo?
Antes le tenía
miedo al momento previo a la muerte. ¿Qué ocurriría si el balance me saliera
negativo? Por eso trataba de atesorar todas las experiencias que pudieran
convencerme de que llevo una vida rica. Ahora, con mis hijos, sobre todo con la
discapacidad que sufre uno de ellos, me da más miedo el futuro inmediato. Acabo
de descubrir que la vida va en serio, como diría Gil de Biedma, pero muy en
serio. Se puede sufrir y temer de una forma mucho más orgánica, sin necesidad
de hacerse pajas mentales existencialistas. Y no acabo de encajarlo demasiado
bien.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le
escandalice?
Que no se
tengan en cuenta los hechos.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida
creativa, ¿qué habría hecho?
Soy
redactor creativo publicitario desde hace casi 15 años. La publicitaria es una
creatividad distinta a la literaria. Más de oficio, más de equipo, más de saber
adaptarse y cambiar con velocidad, al contrario que la otra, que es individual y
trata de consolidar una voz y un corpus a largo plazo. Pero sigue siendo
creatividad y sigue siendo escritura al fin y al cabo. No se me ocurre qué más
podría ser; soy muy malo con las manos, con los números, con la organización.
Las palabras, sin embargo, se me dan bien. Mientras haya un prospecto de un
medicamento o la etiqueta de un champú por escribir en este mundo, sé que no me
faltará el trabajo.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Detesto el
ejercicio físico pero detesto más aún los efectos de la holgazanería en mi
cuerpo, que se ablanda y se atrofia a velocidad pasmosa. Sí, me obligo a hacer
ejercicio. Cambio de deporte bastante a menudo porque todos me acaban
aburriendo. Alterno su práctica con períodos de desparramada inmovilidad. Eso
sí: nunca he conseguido hacer una dieta sana.
¿Sabe cocinar?
Lo suficiente como
para garantizar que en mi casa nunca se comerá mal.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un
personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Doug Evans. Este
señor es un entrañable charlatán afincado en Silicon Valley, que engaña a los
multimillonarios con ideas absolutamente demenciales. Su primer invento fue una
máquina licuadora que vendía como “la Nespresso de los zumos” y que funcionaba
con bolsitas. Los consumidores pronto se dieron cuenta de que el cacharro era
innecesario dado que, para extraer el zumo de la bolsita, bastaba con unas
tijeras. No contento con esto, ahora Evans abandera la moda del “raw water”, la
cual pretende curar todo tipo de enfermedades a base de agua de lluvia sin
ningún tipo de tratamiento sanitario. Es decir, agua no potable. Pero en
Silicon Valley arrasa. Y yo quisiera investigarlo y saber por qué arrasa. Por
otro lado, si tuviera que escoger a alguien, no por la curiosidad que me
inspira, sino por pura admiración, no sabría a quien nombrar. A Carl Sagan, a
Steven Pinker, a Antonio Escohotado…
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de
esperanza?
Conocimiento.
¿Y la más peligrosa?
Convencimiento.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Dejando
aparte a personajes históricos monstruosos, y hablando de personas que se hayan
cruzado en mi vida, nombraría a tres. No las habría matado, pero tampoco habría
llorado si se hubieran quedado sin frenos al dirigir su coche contra una tienda
de cuchillas de afeitar.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Todos somos
liberales a la hora de dar y socialdemócratas a la hora de recibir.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
No sé por
qué, lo primero que me ha venido a la cabeza es un piano de cola. No soy un
espacial enamorado de la música clásica, ni del jazz, ni toco bien ningún
instrumento. Pero diré un piano de cola porque ahora no me lo puedo quitar de
la cabeza.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Soy un malísimo
negociante, fruto de mi nula inteligencia emocional y de los vínculos de cariño
que enseguida establezco con las personas. Me da miedo decepcionar a la gente.
Me preocupa mucho lo que piensen de mí.
¿Y sus virtudes?
La
lealtad. Y dicen que también la simpatía.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del
esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Si me
hubieran hecho esta pregunta hace dos años, me habría salido una respuesta
mucho más creativa; le habría tenido que dar muchas vueltas a la cabeza para adivinar
las imágenes más probables. Ahora sé que mi cerebro generaría un pase de
diapositivas con recuerdos de mi mujer y mis hijos, y lo proyectaría en bucle
hasta que se agotase el último átomo de oxígeno en mi sangre.
T. M.