Como en
tantas otras veces, el pensamiento poético de Walt Whitman se funde con la
reflexión política o la mirada sociológica, pues su escritura ya abarca mucho más, a nuestros ojos, que la
poesía, a medida que su obra menos conocida sale a la luz mediante ediciones
modernas. Fue el caso de una novela antialcohólica de la
que luego renegaría, “Franklin Evans, el borracho”, que Cátedra editara en 2011
con el excelente trabajo de Carme Manuel detrás, y de las prosas, en las que
reflexionó sobre su tiempo, “Perspectivas
democráticas” y “Días cruciales de América”. No en balde, dijo Henry David Thoreau
de él que era el demócrata más importante que había conocido.
Ciertamente, para
Whitman, la literatura fue la herramienta ideal para forjar un espíritu
democrático común que contuviera, además, el elemento religioso, el factor del
Alma siempre por encima de lo material. Algo que se puede percibir en esta
ocasión de manera formidable gracias de nuevo a Manuel (responsable también en
su día de una excelsa edición de “La cabaña del tío Tom”, de Harriet Beecher
Stowe), que ha traducido los veinticuatro relatos que Whitman publicó entre
1841 y 1848 en la prensa. Es decir, estamos en la etapa previa a “Hojas de
hierba”, cuya primera versión ve la luz en 1955; ante un Whitman de formación
autodidacta y periodística, un ámbito “que respetaba y apreciaba como vehículo
propagandístico del cambio social y político”; un Whitman que ya consideraba
que “el logro de un lenguaje distintivo norteamericano era un objetivo de
importancia suprema”. Un asunto que casa directamente con el aspecto de “flâneur”
de un Whitman urbano que acabará trasladándose a cuentos en torno a la
metrópolis que, conectando con su interés por la fotografía, “son con
frecuencia imágenes estáticas, descripciones genéricas de escenas cotidianas”.
Se trata de textos
asentados en su mirada hacia la familia, hacia la desigualdad social, la
vulnerabilidad de mujeres y niños, la corrupción empresarial y la explotación
obrera, la figura del padre despótico y la madre ausente, pena capital. No en
vano, en esa década de los años cuarenta se percibe un clima de reivindicación
y utopismo muy contrastado del que Whitman se hace eco como nadie. Sin estas
historias, plenas de sentimentalismo y elementos compasivos, no se entendería
su “Canto a mí mismo”, la pluralidad interior del hombre que decía contener
multitudes. Esa multitud la ha observado antes en las calles, particularmente
en aquellos que sufren, y es la semilla de su ética y política posteriores.
Dice bien Manuel que estos relatos “encierran importantes valores”; en ellos
vemos al joven periodista adaptarse a los gustos populares de la época, a
prepararse, desde la prosa, para que surgiera su obra mayúscula, la poética.
Publicado en La Razón, 14-VI-2018