martes, 5 de junio de 2018

Entrevista capotiana a Carlos Ortega Vilas

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Carlos Ortega Vilas.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Me horroriza la idea de no poder salir jamás de un lugar. Por mucho que me gustase, buscaría la forma de huir. De no ser posible, elegiría una ciudad. Lisboa, quizás. O Estambul.
¿Prefiere los animales a la gente?
Depende de los animales y de la gente. En general, procuro no acercarme demasiado ni a unos ni a otros. Eso sí: desconfío de la gente que ama en exceso a los animales.
¿Es usted cruel?
Todo lo que puedo, siempre que no le afecte a ninguna persona —o animal— en particular. Es decir: me gusta explorar la crueldad a través de la ficción. Fuera del papel, procuro que no se me note.
¿Tiene muchos amigos?
No. Pero me gustan los que tengo. Y no es una lista cerrada, por supuesto. Las amistades surgen cuando uno menos se lo espera.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
No busco ninguna cualidad en mis amigos, sería como hacer una prueba de selección para ver si somos compatibles. La amistad se da o no se da, eso es todo.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
No, nunca. Por eso mismo: no espero nada de ellos, de manera que todo lo que me ofrecen me parece de una generosidad inusitada.
¿Es usted una persona sincera? 
Soy sincero cuando escribo. La sinceridad en la vida real es una cualidad sobrevalorada, en mi opinión. Esto no quiere decir que me pase el día mintiendo. Solo que a veces prefiero callarme lo que pienso, por el bien común… Y el mío propio.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
El tiempo libre no lo ocupo: lo pierdo. Leo, paseo, veo películas o no hago nada. Es un lujo no hacer nada. También duermo. Me gusta mucho dormir.
¿Qué le da más miedo?
Se lo preguntas a un hipocondriaco. Cada día descubro algo nuevo que me aterroriza. La enfermedad, supongo. La descomposición. A veces creo que puedo percibir que se me acaba de fundir una neurona o que una célula está dando su último aliento y va a descompensarme algún órgano vital… Es horrible.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
Cada vez me escandalizo menos. Creo que forma parte de este oficio: se necesita cierta distancia emocional para escribir (yo la necesito). Escandalizarse no ayuda a encontrar el tono adecuado con que tratar ciertos temas. Escandalizarse, en general, no cambia nada. Las injusticias hay que combatirlas con acciones.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
No sé si llevo una vida creativa, aunque sea escritor. Pero en cualquier caso no fue una decisión, sino una necesidad de encontrar algo que le diera sentido a esto de respirar, de levantarse cada día y enfrentarse a… ¿A qué? Ni idea. Por eso escribo, fundamentalmente. Es una actitud muy egocéntrica, en realidad. De haber tenido el talento y las aptitudes necesarias, quizás hubiera intentado ser músico o actor o ilustrador o bailarín… O botánico.  
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
De forma discontinua. A veces paso temporadas tratando de sacar abdominales en el gimnasio, y otras apenas me muevo de la silla. La constancia no es uno de mis puntos fuertes. Nunca lograré tener abdominales, lo sé.  
¿Sabe cocinar?
Sí. Y me gusta, cuando tengo tiempo. Además, cocinar es componer, de alguna forma: seleccionas los ingredientes, los combinas, añades un poco de esto, un poco de lo otro, condimentas, espesas… En fin: se parece bastante al proceso de escritura de un relato, por ejemplo. Mientras cocino, también escribo. Mentalmente.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
No me gusta escribir sobre personajes inolvidables. Me interesan más los que han sido olvidados. Quizás me atreviera a escribir un artículo sobre Jane Bowles. No creo que sea una autora olvidada, por supuesto, pero quizás no sea tan conocida como se merece. Además, tengo una conexión extraña con ella: cuando la leo siento que miro a través de sus ojos. No sé si el Reader’s Digest aceptaría mi artículo, claro.  Pero ese ya es otro tema.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
¿Para quién? En mi caso son tres: página en blanco. En un contexto más universal, elegiría dignidad.
¿Y la más peligrosa?
Humano, con la acepción de espécimen.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Día sí, día no. Pero nunca me lo he tomado demasiado en serio, por el momento. Por fortuna la ficción me permite canalizar mis instintos criminales.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Para mí el campo de batalla es la literatura, en todos los aspectos de la vida, incluyendo la política. Fuera de ese territorio, creo que mi opinión no resulta relevante.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Una escultura helenística… El Spinario, por ejemplo. Aunque tuviera que pasarme la eternidad hurgándome la planta del pie en busca de la dichosa espina, que debe ser el colmo de un hipocondriaco. Al menos el bronce envejece mejor.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Creo que vivir es el mayor de los vicios. Ahí caben todos los demás, empezando por la siesta. Nunca podría renunciar a una buena siesta.
¿Y sus virtudes?
“Virtud” es una palabra que procuro evitar, quizás por cierto matiz un tanto puritano y moralista que aún me parece percibir en ella. De todos modos, alardear de las propias virtudes, ¿no es más bien un vicio?
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Ahogarse es algo muy serio. Una vez casi lo consigo, y no recuerdo que me pasase ninguna imagen por la cabeza. Si te ahogas, no piensas. Solo quieres respirar, con todo el cuerpo. Pero supongo que dentro del esquema clásico, si fuera un personaje de ficción, quizás me acordase de sobrellevar la muerte con la altivez del ahogado más hermoso del mundo, que tan bien consignó Gabriel García Márquez. O pensaría en los bolsillos lastrados de Virginia Woolf, si me estuviera ahogando en un río. De ahogarme en el mar, puede que buscase la mirada esquiva y triste de Natalie Wood, la de Alfonsina Storni, sin nodrizas ni sirenas. O pensaría en Lupe Vélez, si acabase ahogándome en la taza de un váter —aunque lo suyo fuera pura leyenda—, que nunca se sabe, y yo me ahogo hasta en un vaso de agua. Esto de ahogarse, ya lo dije, es cosa seria.
T. M.