sábado, 1 de diciembre de 2018

Gente rara en una isla


Hoy resulta insólito que un autor que en su día fuera admirado sin reservas por Francis Scott Fitzgerald, Virginia Woolf y Graham Greene, o que apareciera citado en obras de James Joyce y Vladimir Nabokov, esté prácticamente olvidado. Pero eso es lo que exactamente le ha ocurrido al inglés, aunque nacido en Austria, Norman Douglas, que en su día recibió toda suerte de parabienes por parte de estos gigantes de la literatura universal y de otros muchos –como Anthony Burguess y Robertson Davies, entre algunos contemporáneos– y cuya cumbre literaria, “Viento de sur” (traducción de Guadalupe Sexto e Ismael Belda) llega ahora hasta nosotros por obra y gracia de una joven y atractiva editorial, Estática.

Tal vez el éxito de la literatura de Douglas entre colegas de país o lengua se deba a su particular sentido del humor, del todo “british”, entre lo elegante-cínico y lo absurdo, tal vez en una línea similar a Evelyn Waugh, con el que coincide en emplear los diálogos para caracterizar a los personajes, siempre movidos por opiniones singulares, quedando en segundo plano la trama novelesca que pudiera surgir. “Viento del sur”, publicada en 1917, cuando su autor rozaba la cincuentena, se asienta así en lo que hablan sus extravagantes individuos, que irán surgiendo en la imaginaria isla mediterránea de Nepente en la que han confluido diversos emigrados, que se mueven al compás del siroco, esa “ráfaga reseca cuyo aliento cálido y pegajoso apresura la muerte y putrefacción”.

Un autor escandaloso

Ahora nos parecerá una novela llena de ironía inofensiva, pero en su momento “Viento del sur” era un texto valiente y audaz, con esa reunión de voces que hablaban, como escribió Woolf, de forma desvergonzada, discutían sobre todos los temas y ponían en práctica sus caprichos y prejuicios. Un terreno perfecto para que los diferentes interlocutores discutiesen de todo lo divino y lo humano, como Thomas Heard, doctor en teología y obispo de Bampopo, antes destinado a África y con problemas gástricos, que llega en barco a esta isla donde flota “un aire de irrealidad”; o el señor Muhlen, “un personaje ostentoso y demasiado bien vestido”, o el obeso cura Francesco al que adoran las mujeres, o unas americanas “encantadoras pero un tanto metálicas”… Gente rara, dice el narrador al comienzo, en definitiva, como para preparar al lector a todo este arsenal de opiniones y relaciones interpersonales concebidas por un hombre que, en sí mismo, es toda una novela: a Douglas lo echaron de Rusia, en 1896, cuando trabajaba en el servicio diplomático, por un escándalo sexual, lo que se volvió a repetir más tarde en Inglaterra, para pasar exiliado el resto de su vida en parte de Europa, India y el norte africano.

Publicado en La Razón, 22-XI-2018