Muy pocas biografías se encontrarán entre los escritores de cualquier
tiempo que puedan equipararse, por intensidad personal, participación social,
ambición y éxito comerciales, a la de Vicente Blasco Ibáñez, al que se podría
incluir en una mini lista de españoles cuyas obras han llegado a ser superventas
y en la que entrarían nombres tan distintos como Cervantes o Corín Tellado.
Este ejemplo es incontestable: de su novela “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”,
publicada en 1916, se vendieron más de dos millones de ejemplares, solamente en
Estados Unidos en menos de diez años.
Asimismo, su labor como político y agitador republicano, decidido a
modernizar las condiciones miserables de su pueblo, llegó a ser la más
pintoresca de la Valencia de finales del siglo XIX por su poder de oratoria,
sus acciones vandálicas contra la Iglesia y sus preferencias masónicas desde
los veinte años, cuando le queda poco para licenciarse en Derecho con pasmosa
facilidad; un presagio de su inminente actividad intelectual de la que había
dado pistas por el hecho de haber fundado un periódico a los dieciséis años. Y
sin embargo, pese al trabajo frente al escritorio absolutamente absorbente que
le espera, siempre se considerará un hombre de acción.
En su currículum de aventuras, destaca que en 1890 fue acusado de
injurias al poder público y huyó disfrazándose de pescador en un barco de
contrabando que iba camino a Argel, hasta regresar al Viejo Continente y recalar
en París. Pasó por la cárcel por declararse contra la guerra de Cuba y sufrió
otro exilio en Italia, vivió tres años en la Pampa con el propósito de explotar
ciertas tierras y, ya convertido en una leyenda por su éxito literario, hizo un
viaje extraordinario a bordo de un lujoso transatlántico que describió en “La
vuelta al mundo de un novelista” (1924-25); este se presenta en tres volúmenes
apasionantes, entretenidos y didácticos a más no poder que van encabezados por
un texto genial en que el autor se enfrenta, de manera sobrenatural, a su otro
yo, el que no quiere atreverse a emprender una peripecia que Phileas Fogg, el
personaje de la novela de Verne, hizo en ochenta días.
A bordo del “Franconia”, Blasco Ibáñez no tiene urgencias de tiempo, y
en cada escala puede disfrutar de los agasajos que se le dispensan y de recabar
información valiosa que luego volcará en su crónica viajera. La lectura así es
sensacional: una forma directa de captar lo más interesante de cada país, el
carácter de sus gentes, sus costumbres y acontecimientos históricos que lo han
hecho tal y como los descubre el escritor. Nueva York, San Francisco, Cuba,
Panamá, Hawái, Japón, Corea y Manchuria, en el primer volumen; China, Macao,
Hong-Kong, Filipinas, Java, Singapur, Birmania y Calcuta, en el segundo; India,
Ceilán, Sudán, Nubia y Egipto, en el tercero. Todo en sólo “unos cuantos
meses”, lo cual es suficiente para un Blasco Ibáñez que es un claro precedente
del viajero moderno, saturado de información visual y escrita, pues “un hombre
de nuestra época, si es aficionado a los libros, sabe de antemano gracias a sus
lecturas lo que va a ver cuando emprende un viaje, y sólo necesita comprobar
por medio de sus ojos, con una visión puramente individual, lo que tantas veces
contempló imaginativamente en las hojas de los volúmenes impresos”.
Publicado
en La Razón, 3-I-2019