jueves, 17 de enero de 2019

Un Phileas Fogg español


Muy pocas biografías se encontrarán entre los escritores de cualquier tiempo que puedan equipararse, por intensidad personal, participación social, ambición y éxito comerciales, a la de Vicente Blasco Ibáñez, al que se podría incluir en una mini lista de españoles cuyas obras han llegado a ser superventas y en la que entrarían nombres tan distintos como Cervantes o Corín Tellado. Este ejemplo es incontestable: de su novela “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”, publicada en 1916, se vendieron más de dos millones de ejemplares, solamente en Estados Unidos en menos de diez años.

Asimismo, su labor como político y agitador republicano, decidido a modernizar las condiciones miserables de su pueblo, llegó a ser la más pintoresca de la Valencia de finales del siglo XIX por su poder de oratoria, sus acciones vandálicas contra la Iglesia y sus preferencias masónicas desde los veinte años, cuando le queda poco para licenciarse en Derecho con pasmosa facilidad; un presagio de su inminente actividad intelectual de la que había dado pistas por el hecho de haber fundado un periódico a los dieciséis años. Y sin embargo, pese al trabajo frente al escritorio absolutamente absorbente que le espera, siempre se considerará un hombre de acción.

En su currículum de aventuras, destaca que en 1890 fue acusado de injurias al poder público y huyó disfrazándose de pescador en un barco de contrabando que iba camino a Argel, hasta regresar al Viejo Continente y recalar en París. Pasó por la cárcel por declararse contra la guerra de Cuba y sufrió otro exilio en Italia, vivió tres años en la Pampa con el propósito de explotar ciertas tierras y, ya convertido en una leyenda por su éxito literario, hizo un viaje extraordinario a bordo de un lujoso transatlántico que describió en “La vuelta al mundo de un novelista” (1924-25); este se presenta en tres volúmenes apasionantes, entretenidos y didácticos a más no poder que van encabezados por un texto genial en que el autor se enfrenta, de manera sobrenatural, a su otro yo, el que no quiere atreverse a emprender una peripecia que Phileas Fogg, el personaje de la novela de Verne, hizo en ochenta días.

A bordo del “Franconia”, Blasco Ibáñez no tiene urgencias de tiempo, y en cada escala puede disfrutar de los agasajos que se le dispensan y de recabar información valiosa que luego volcará en su crónica viajera. La lectura así es sensacional: una forma directa de captar lo más interesante de cada país, el carácter de sus gentes, sus costumbres y acontecimientos históricos que lo han hecho tal y como los descubre el escritor. Nueva York, San Francisco, Cuba, Panamá, Hawái, Japón, Corea y Manchuria, en el primer volumen; China, Macao, Hong-Kong, Filipinas, Java, Singapur, Birmania y Calcuta, en el segundo; India, Ceilán, Sudán, Nubia y Egipto, en el tercero. Todo en sólo “unos cuantos meses”, lo cual es suficiente para un Blasco Ibáñez que es un claro precedente del viajero moderno, saturado de información visual y escrita, pues “un hombre de nuestra época, si es aficionado a los libros, sabe de antemano gracias a sus lecturas lo que va a ver cuando emprende un viaje, y sólo necesita comprobar por medio de sus ojos, con una visión puramente individual, lo que tantas veces contempló imaginativamente en las hojas de los volúmenes impresos”.

Publicado en La Razón, 3-I-2019