Cuánto tenemos que congraciarnos ante iniciativas como la emprendida por Hermida Editores, que nos hace descubrir año tras año a un Cioran nuevo mediante libros inéditos en español. En el año 2017, este filósofo que se balanceó entre el éxtasis y el vacío, que pareció adaptarse, identificarse, reconocerse solamente con los autores místicos, aparecía en «Lágrimas y santos», texto escrito en rumano, nacido de su época insomne y publicado en 1937, el año que abandonaría su país para instalarse en París. Una época obsesiva por cuanto esa vigilia involuntaria y lacerante tenía el poder de cambiar por completo la interpretación de todo lo que le rodeaba, de todo lo interior, lo cual cabe relacionar con su aproximación a lo místico y santo, en buena parte por su fascinación por la mística española, «un momento divino en la historia de la divinidad», decía.
En aquella ocasión, se trataba de una edición muy relevante, llevada a cabo por Christian Santacroce, porque era la primera vez que se daba íntegra y original, pues solo había aparecido en extractos mediante una antología publicada en los ochenta que, además, Cioran censuró en parte. En realidad, este su cuarto libro se publicaría con polémica en su momento; salvo alguna excepción, lo enfrentó a la crítica y hasta a sus familiares. El mismo traductor, al año siguiente, con «Extravíos», rescataba unas páginas que yacían ocultas en los fondos de la Biblioteca Literaria Jacques-Doucet de París. En el prólogo, contextualizaba la obra a finales de la Segunda Guerra Mundial y la calificaba como «la más sombría y descreída que el autor haya escrito nunca; uno de los últimos textos que redacta en rumano y con toda probabilidad el último que concibe en su propia lengua a manera de libro». Es el Cioran que malvive en Francia y que, en efecto, cambia de lengua de escritura; al principio inseguro, al final haciéndolo de tal modo que los más insignes escritores de su tiempo destacaron su genio lingüístico.
El rey de los pesimistas
Y ahora, Santacroce nos asombra con un Cioran totalmente novedoso por cuanto es un escritor que en su día se dirigió a un tipo de lector muy concreto, el de los periódicos de Bucarest entre los años 1931-1944, mediante artículos en los que en absoluto renunciaba a su estilo denso y enigmático, su enfoque de la vida pesimista y su prosa compleja, pero al mismo tiempo deseaba establecer un vínculo comunicativo directo. De ahí que en «Soledad y destino» conozcamos su impresión de sus conciudadanos, como en «El intelectual rumano» o «Rumanía ante el extranjero», su mirada hacia artistas de prestigio mundial, como Durero, Rodin y Kokoschka, o, sorprendentemente, hasta de actrices como Greta Garbo. Incluso, aborda «La inarticulación histórica de España», ya que no hay que olvidar que solicitó una beca para venir aquí. Sin embargo, no le contestaron desde la embajada y, además, dos meses después estallaría la Guerra Civil.
Estamos ante un hombre que pasó años sin dedicarse a ningún trabajo y a escribir, y a la vez a plantearse que tenía que dejar de escribir, ante el futuro autor de un libro, «Desgarradura», de 1979, cuyo título expresará a la perfección la condición humana: vivimos en el desgarro continuo, entre la espada y la pared, eligiendo «entre verdades irrespirables y supercherías saludables», tal y como se leyó en el prólogo a un magnífico trabajo de Gabriel Liiceanu «E. M. Cioran. Itinerarios de una vida». Este Cioran que se balancea entre la melancolía y el asombro por la vida se da en «Soledad y destino», con textos como «Elogio de los apasionados», donde explica cómo «la pasión es sufrimiento; pero sufrimiento por algo, por un objetivo, por una existencia o por una realización, mientras que el sufrimiento puro, desnudo y bestial es una tortura en sí, sin finalidad alguna, que, surgiendo sin motivo, realiza una consumación puramente interna y subjetiva».
Esa forma de ver el día a día a Cioran le despierta un respeto dentro de la inutilidad generalizada que ve por doquier, y que solo puede encontrar consuelo en «La escritura como medio de liberación», como reza otro artículo: una forma «de librarnos de nuestras obsesiones, como medio de postergar la destrucción y la ruina». Un vano consuelo, pues en realidad, en su caso, según Liiceanu, este «king of pessimists», el nihilista de su siglo por antonomasia, «no partió de ningún principio abstracto, sino de un estado de espíritu, ni tampoco desarrolló ninguna idea, sino una obsesión». Y aquí hay muchas de ellas, majestuosamente punzantes: la miseria y la soledad, la depresión y la muerte, la agonía y la tragedia, en definitiva, «el sufrimiento como destino», la fatal carencia de identidad, porque nadie entiende a nadie, y, en cierto modo, «nadie existe».
Publicado en La Razón, 28-II-2019