jueves, 19 de diciembre de 2019

Vivir y morir en la URSS


Hace dos años, leímos las diversas novedades que, con el pretexto de la conmemoración de Revolución Rusa, se lanzaban a analizar lo ocurrido hace un siglo y tan profundamente marcaría el destino del gigantesco país euroasiático. Catherine Merridale, con “El tren de Lenin. Los orígenes de la revolución rusa”, siguió los pasos del líder bolchevique exiliado en Suiza cuando la reacción revolucionaria se hizo efectiva y pudo regresar en un viaje en tren que estaría rodeado de peligros. Se terminaba la época de los zares en paralelo a “La venganza de los siervos”, por decirlo con el título que Julián Casanova puso a su estudio en que analizaba cómo desde las altas esferas hubo una suerte de arrepentimiento por no haber tratado a los campesinos dignamente antes de que la indignación popular estallara.

A ello se le añadió “Blancos contra rojos. La Guerra Civil rusa”, de Evan Mawdsley, que profundizaba en el complejísimo entramado bélico que asoló al país durante los años 1917-1920 y que costaría más de siete millones de vidas. Algo que pudo comprobar el sindicalista Ángel Pestaña, que acusó a Lenin de autoritarismo y de torturar a su pueblo por falta de libertad y permitir que pasara hambre (lo cuenta en “Setenta días en Rusia. Lo que yo vi”) y Emma Goldman, que en “Mi desilusión en Rusia”, decía haber vivido «un régimen que implica la esclavización de todo un pueblo, la aniquilación de los valores más fundamentales –humanos y revolucionarios». Y nada mejor para saber sobre las décadas de horror soviético y sus gulags que “Terror y utopía” (2014), de Karl Schlögel, en que se conocía de cerca la violencia ejercida a la población durante el año 1937 en Moscú.

En este sentido, quien lea las memorias de Elena Gorokhova “Un montón de migajas” (traducción de Carles Andreu) verá el trasfondo de todo lo citado en paralelo a una vida marcada por el pasado familiar y el deseo de alcanzar otros desafíos lejos del territorio ruso. Pero, sobre todo, marcada por la figura de su madre, a la que está dedicado el libro, el cual se abre con una fotografía entre la protagonista y su hija.

Guerra y hambre por doquier

Esta doctora en Pedagogía Lingüística, y autora de otro libro de recuerdos, “Russian Tattoo”, hace un gran homenaje a la que la trajo al mundo, explicando cómo fue su vida tras nacer en la Rusia central, donde las gallinas vivían en la cocina y se guardaba un cerdo bajo las escaleras, donde las calles estaban sin asfaltar y las casas eran de madera; un lugar donde la gente lame los platos. Es más, la madre será vista como el reflejo de su patria: autoritaria, protectora y difícil de abandonar. Será una superviviente de la hambruna, del terror de Stalin y de la Gran Guerra Patriótica; el abuelo había sido un campesino que trabajaba para una condesa propietaria de la aldea donde él vivía. “La Revolución, que prometía liberar al pueblo del yugo del absolutismo y llevar a las clases trabajadoras al paraíso, alimentó la esperanza de la recuperación de Rusia: finalmente, los siglos de desigualdades y explotación tocaban a su fin, y la paz y la prosperidad parecían estar a su alcance”. Pero entonces vino la decepción mayúscula, a medida que el hambre atroz volvía en todo el país y “en el horizonte asomaba ya el alba sangrienta de las seis décadas de terror que se avecinaban”.

Para paliar la situación, a la abuela se le ocurrió “el juego de las migajas”. La madre de Elena y su hermano, de seis y cinco años respectivamente, se las apañaban con un pedazo de pan negro y un azucarillo, pero su tío de tan sólo tres años lloraba por el estómago vacío, así que la abuela le decía: “¡Pero mira todo lo que tienes!”, desmenuzando el pan y el azucarillo con los dedos: “Fíjate, un montón de migajas”. Una escena terrible y conmovedora que precede la trayectoria de esta madre que tuvo la determinación de estudiar en la Facultad de Medicina de Ivánovo y se convirtió en directora y única doctora de un hospital rural. Esta entrega para los más desfavorecidos, el arresto a un familiar, que morirá en un campo, sus diversos matrimonios con hombres que conoce en la guerra o en los hospitales, su labor como profesora de clases nocturnas en la Facultad de Medicina es mucho más interesante que lo que Elena cuente de su infancia y adolescencia, de sus relaciones personales, sus estudios y su despedida del país para casarse con el norteamericano Robert, y trasladarse a Texas.

De tal modo que es cuando la autora mezcla su propia vida con el pasado general cuando el texto cobra más vuelo que en los pasajes dedicados a ella misma, como en este ejemplo: «“Guerra” y “hambre” son dos palabras que oigo en todas partes: en clase, en las noticias y en las conversaciones de las babushkas en los bancos de los patios. Pero se trata de conceptos abstractos y gastados, algo que no le ocurrió a nadie en concreto, sino a todo el país».

Publicado en La Razón, 19-XII-2019