viernes, 13 de marzo de 2020

La metástasis de la mentira


Los libros de Miguel Albero se cuentan por genialidades. Qué fortuna tenerle como escritor distinto a absolutamente todos los demás, con un sello personal único, en el que el humor y lo paradójico le llevan a decirnos la verdad de lo que vemos alrededor a diario. Incluso en sus libros de versos –“Sobre todo nada”, “Lista de esperas”, “Volver” y “De estas Honduras mis estampas”– ha inventado, por así decirlo, una poética del sentido común, donde lanza introspecciones que se hacen universales y nos alientan a replantearnos las cosas. Albero es un Chesterton moderno, maestro de la narrativa apócrifa y juguetona –véanse los relatos de “Principiantes: inventarios de comienzos sin final feliz” y “Cruces”– y un narrador de una intensidad fuera de lo común. Lean sus desternillantes novelas «Ya queda menos» y «Lenta venganza», y se sentirán ridículos como seres humanos, pero con risotada blanca y risueña, por más que el fondo sea tremendamente mordaz.

La primera de esas historias la protagonizaba el quijotesco Simbad Martínez, un navegante urbano que solo pensaba disparates, como crear un grupo de liberación de enanos de jardín, y que servía al autor para ironizar sobre los hábitos madrileños, ir de compras, las bodas, los toros o las pensiones. La segunda era la peripecia de un periodista prejubilado que tenía visiones y hacía caso a una enigmática frase de un desconocido en un bar: “El culpable del trágico destino de la humanidad es el caracol”. Ocasión para hacer humor de los complejos hoteleros, el apareamiento humano o la soledad y la demencia del ser urbano. Y esa ha continuado siendo su intención en ensayos que tienen un estilo incomparable, con guasa narrativa, rigor lector y desenmascaramiento de nuestra cotidianidad, como en este “Fake. La invasión de lo falso”.

Lo efímero, el fracaso, la espera, la bibliofilia y la cleptomanía, tales han sido los asuntos a los que ha dedicado Albero libros enteros preñados de referencias literarias, y ahora alcanza su clímax observacional frente a algo que no puede ser más constante y omnipresente, a tenor de que “al final sucede que ya no sabemos qué es verdadero o falso, qué es auténtico y qué es una copia, porque la realidad es casi siempre mucho peor que la copia”. Todo el libro es, así, una deliciosa disquisición en torno a lo que tiene que ver con lo que el autor califica de “proceso de metástasis cuyo fin no alcanzamos a vislumbrar”. Algo multiplicado hasta el infinito por medio de las nuevas tecnologías, que “ejercen de gasolina en el fuego, son parte activa y no inocente de esa evolución”. Pues ni lo supuestamente objetivo es fidedigno, dado que la imagen es un elemento fundamental de lo “fake” al tener “algo de ilusión, porque en ella hay siempre una distorsión de la realidad, y ha terminado por sustituir invasiva a esta y en muchos casos precede en la experiencia a lo real”.

Por eso cuando viajamos a un lugar muy famoso que ya conocemos de sobra, la realidad que tenemos delante ya está condicionada: después de haber visto las pirámides de Egipto en una preciosa postal, una vez delante de ellas “no nos parecerán reales”, y “además nos parecerán peores porque la imagen [de la postal] es siempre más limpita, más elaborada, las reales las veremos solo como un mal remedo cutre, desvencijadas…”. Es un ejemplo entre mil que emplea Albero para asimismo hablar de falsificadores de cuadros o de marcas, siempre, como en él es habitual, hilar fino con la terminología empleada para aclarar matices y extender el sarcasmo con casos insólitos. Lo “fake”, viene a decir, es lo auténtico, por cuanto nos convence más: la flor de plástico o la copia del Rolex que da la misma hora que el original inasequible. Su reflexión entronca con la sociedad líquida de Zygmunt Bauman, y el libro es una alfombra roja de impostores como el falso intérprete de lenguaje de signos que tradujo las palabras de Obama en el funeral de Mandela, o Enric Marco, que se hizo pasar por superviviente de los campos de concentración nazi y que protagonizó un libro de Javier Cercas.

Dentro del mundo de las falsificaciones, destacará el del arte, donde hay delincuentes que casi son admirables, porque para hacer su trabajo cabe tener un gran talento, y se cita a Miguel Ángel y Durero, que antes de alcanzar la celebridad ejercieron de falsificadores. Albero destaca al falsificador copista Han Van Meegeren, el gran reproductor de Vermeer que por lo visto vendía sus obras a los nazis, y otros falsificadores que incluso engañaron por la calidad de sus obras a los especialistas del British Museum. Y en una línea parecida de habilidad y cara dura están los que falsifican dinero, como el emigrante austríaco Edward Mueller, que durante más de diez años se dedicó a reproducir torpemente billetes de un dólar en Estados Unidos, lo que dio como resultado que, cuando se descubrió la verdad, el absurdo de que sus malas falsificaciones se pudieran encontrar en internet –en el colmo de cómo lo inauténtico obtiene una valoración mayor– por 60 dólares.

Publicado en La Razón, 12-III-2020