Hace unos años, la periodista e historiadora británica Frances Stonor Saunders
se fijó en uno de esos personajes que podrían haber cambiado los
acontecimientos históricos pero que al final fueron pasto del olvido. El libro,
“La mujer que disparó a Mussolini”, era la biografía de Violet Gibson, que el 7
de abril de 1926, en plena Plaza del Campidoglio de Roma, se acercó hasta
Benito Mussolini, que estaba dando un discurso, y le disparó con un revólver a
quemarropa. Fue la oportunidad de haber detenido la escalada fascista, pero “il
Duce” sobrevivió a la herida, y Gibson encarcelada, diagnosticada como una
persona con problemas mentales y confinada a un asilo mental inglés, donde le
encontraría una muerte solitaria en 1956.
Gibson apenas aparece en los
manuales de historia al uso, como si ese destino de hospital psiquiátrico
hubiera deslegitimado una acción que también tenía una raíz sociopolítica y
que, además, tuvo mucho eco en la propaganda y política trasalpina, así como en
las relaciones diplomáticas entre Gran Bretaña e Italia. Fue la única mujer que
intentó eliminar al dictador italiano, y de los muchos aspirantes a asesinos,
la única que le hirió. Y sin embargo, el incidente incluso beneficiaría a
Mussolini, paradigma de la masculinidad y lo heroico para millones de compatriotas.
Y esta historia recuerda ahora la que acabamos de conocer, realmente asombrosa,
gracias a “El chivo expiatorio” (traducción de Ana Bustelo), en
que vemos cómo el 9 de noviembre de 1938, un adolescente que vivía
en París, llamado Herschel
Grynszpan, compró un pequeño revólver, fue a la embajada alemana en la capital
francesa y disparó
al primer diplomático que se cruzó por su camino.
Grynszpan, ya nos lo adelanta el autor del libro en
el prefacio, Stephen Koch, había sufrido la tragedia de haber perdido a su
familiares, que como tantos de miles de judíos polacos habían sido deportados
de su Alemania natal. El diplomático falleció al cabo de dos días, y Hitler y
Goebbels usaron tal acontecimiento para reforzar su impronta supremacista; se
convirtió el ataque a la embajada en un pretexto para que se desencadenara «la
gran ola de violencia y terror antisemita patrocinada por el Estado, que se conocería
más tarde como “Kristallnacht” (Noche de los cristales rotos), el pogromo que muchos
consideran el detonante del Holocausto». Así, este muchacho furioso por el
devenir de sus seres queridos y con ansias vengativas, de un día para el otro
se hizo célebre, pues su cara apareció en los periódicos. Pero no todo acabó
ahí, pues Grynszpan también tuvo un papel destacado, pese a estar confinado en
una cárcel, nada menos, en la Segunda Guerra Mundial.
Duelo de ingenio
Koch nos desvela tal cosa siguiendo la pista a este joven, que fue capturado con la caída de Francia y llevado a Berlín, donde pasó a ser prisionero de la Gestapo, al tiempo que se iba elevando como una figura de resistencia frente al opresor. De hecho, su situación trascendió y una periodista muy conocida en la época por su vehemencia antinazi, llamada Dorothy Thompson –la primera periodista estadounidense en ser expulsada de Alemania por los nacionalsocialistas–, puso todo su empeño para contratar a los mejores abogados franceses que pudieran evitar el juicio y segura sentencia de muerte a Grynszpan. Y entonces empezó un enredo digno de una novela, carne de película: «Se sucedieron los rumores de carácter sexual y político a su alrededor», pues se lanzó la hipótesis de que él era homosexual, y el asesinato había surgido por un motivo pasional, lo cual al final usó Grynszpan para tumbar las acusaciones de los nazis, con todo su conjunto de conspiraciones paranoicas; una idea que Goebbels reconocería muy insolente pero a la vez inteligente. Por otro lado, «los alemanes lo acusaron de ser un agente británico. Algunos antinazis influyentes sospechaban que era un agente de la Gestapo y que su misión era provocar la “Kristallnacht”», apunta el historiador.
La idea de que los judíos eran los instigadores de la guerra, y que la mecha de todo la había prendido Herschel, siguió en mente para Hitler, y el apresado percibió que estaba siendo usado para sus fines propagandísticos, hasta el punto de que Koch califica de un “duelo de ingenio” lo que se produjo entre el Führer y Goebbels y el muchacho, que buscó la forma de sabotear el juicio. Así, Grynszpan pasó el resto de su vida en custodia alemana, en prisión primero y luego en dos campos de concentración, en un búnker reservado a «prisioneros especiales», que compartía con el canciller de Austria, Kurt Schuschnigg. Lo curioso es que Goebbels vio dificultades a la hora de juzgar a Grynszpan en Alemania por el hecho de haber cometido un crimen en territorio extranjero, y también por ser menor de edad en el momento del delito; estos dilemas se prolongaron durante los años 1940 y 1941, y al fin, sería acusado de traición, pero los acontecimientos impidieron que se celebrara el juicio, por la entrada de los Estados Unidos en la contienda y las derrotas germanas en el frente oriental cercano a Moscú. En última instancia, lo que siguió estaría inundado de misterios: diversos datos lo situaron con vida hasta en 1946, pero nada más se supo de él.
Publicado en La Razón, 11-VI-2020