En el año 2017, se estrenaba la
película “Asesinato en el Orient Express”, dirigida y protagonizada por Kenneth
Branagh a partir de la obra homónima de Agatha Christie, publicada en 1934; era
la cuarta versión de la novela entre largometrajes y series televisivas. El
mítico tren había sido fundado en 1883 con el propósito de unir Europa
occidental con el sudoeste asiático bajo la iniciativa del ingeniero belga
George Nagelmackers, responsable de la Compagnie Internationale des
Wagons-Lits, que desde una década atrás había introducido los coches cama y
vagones restaurantes, como ya se hacía en Estados Unidos. En los años en que
Christie concibió la historia, el Expreso de Oriente vivía su época de máximo
esplendor, con renombrados cocineros, mobiliario de lujo y una clientela
millonaria y aristocrática. El trayecto más conocido empezaba en Londres, en la
estación Victoria, pues no en vano, como dijo Mauricio Wiesenthal en “Un tren
de la belle époque”, perteneciente al libro “El esnobismo de las golondrinas”
(2007), “la época victoriana marcó la hora dorada de las estaciones de
ferrocarril, edificadas en un estilo intermedio entre el neogótico y los baños
de Caracalla”.
Y es que este autor, máximo heredero actual del gran legado cultural del Viejo
Continente, como se refleja en su «Trilogía europea» (con el libro citado más “Libro de Réquiems” y “Luz de vísperas”) se ha mantenido dentro de uno de los vagones, por
así decirlo –acaba el libro fechándolo en 1969-2017–; en un itinerario que incluía ciudades como Dover, Calais,
París, Dijon, Berna, Lausana, Venecia, Trieste, Zagreb, Belgrado, Sofía… hasta
Constantinopla, hoy Estambul. Fue algo así como un símbolo, al decir de
Wiesenthal, que en este elegante, romántico, erudito y hasta con pinceladas
novelescas “Orient-Express. El tren de Europa”, se le ve observando los objetos
de un tren –lámparas, tazas, cuberterías– que constituyó, a sus ojos, uno de
los primeros intentos de dar realidad a una Europa unida.
Por eso, este texto también es la
explicación de cómo, con su ocaso en 1977, desaparecía, descarrilaba, casi un
siglo de historia europea. A ese tren subieron grandes artistas y exiliados,
políticos y aristócratas, y de todos ellos tiene Wiesenthal un comentario
intenso y vívido, como es habitual en sus pasionales obras, y es a la vez viaje
interior aparte de memorias y ensayo –“Abro uno de los cuadernos en los que
escribí mis memorias del Orient-Express”, dice en un momento dado–; y por
supuesto, un retrato de las guerras mundiales, de cómo “aquel tren de la
aventura se encaminaba, como toda Europa, hacia las vías de la destrucción”.
Publicado en La Razón, 18-VI-2020