En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Entrevista capotiana a Sergio Martín.
Si tuviera que vivir en un solo lugar,
sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría? El escobero de debajo de la
escalera del estudio 2 de Abbey Road. Donde se guardaban todos los instrumentos
raritos que los Beatles desempolvaban cada vez que querían darle un color
distinto a una canción.
¿Prefiere los
animales a la gente? A la gente no la
he probado nunca. Y, los animales, pues tienen su aquel, pero, como soy
vegetariano, me quedo con las plantas.
¿Es usted cruel? Pues sí, un poquito. Hay veces que, aunque esté
feo, se alegra uno del mal ajeno. Somos humanos.
¿Tiene muchos
amigos? Muchísimos. Antiguamente había que darles
conversación, respetar a su su novia e invitarlos a cañas, ahora no hay más que
saberse el algoritmo.
¿Qué cualidades
busca en sus amigos? Soy muy flexible,
depende de para lo que los quiera.
¿Suelen
decepcionarle sus amigos? Nunca más de una
vez.
¿Es usted una
persona sincera? ¿Yo? Más que
sincero soy un lenguarón y un bocazas. No se callarme ni guardar un secreto.
Soy más tonto que el que asó la manteca. Cómo no seré yo, que podría quitarle
el puesto al transparente de la catedral de Toledo.
¿Cómo prefiere
ocupar su tiempo libre? Riéndome, que es
lo más sano. Especialmente de mí mismo.
¿Qué le da más
miedo? Las superbacterias resistentes a los
antibióticos y los historiadores de derechas.
¿Qué le
escandaliza, si es que hay algo que le escandalice? Depende del día. Si voy con prisa en el Metro, me
indigna que la gente se pare en las escaleras automáticas y me entorpezca el
paso. Otras veces, cuando voy leyendo, a lo mío y sin apremios, me sacan de
quicio esos cretinos que pasan empujando de malos modos y sin ninguna
consideración.
Si no hubiera
decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho? En la torre de control de mi cabeza hay
demasiados controladores que eligieron un mal día para dejar de oler pegamento.
Nada de lo que yo haya decidido ser o hacer se ha cumplido nunca. Soy escritor,
como muchas otras cosas que soy, de rebote. Y en lo tocante a la creatividad,
mi vida es un poco como la de Bukowski,
ahora, eso sí, con muchísimas menos guarradas, y procuro hacerla tan
creativa como me lo permite esta esclavizadora rutina a la que nos somete la
libertad de la que gozamos.
¿Practica algún
tipo de ejercicio físico? ¡Ya ves que lo
practico! Soy como la niña de la canción de Fofó. Todos los días de la semana,
tanto antes de almorzar como después, friego, lavo, froto, barro, etcétera. Lo
único que no hago es rezar los domingos, mire usted, que quieras que no, era el
único rato en que la niña descansaba.
¿Sabe cocinar? Faltaría más. Pues menudo soy. Eso sí, en mi casa
hace siglos que no entra un filete, así que yo diría que tengo un estilo como
muy de posguerra, más acelgoso y puerrista que otra cosa.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir
uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría? ¡Uh! Ya me extrañaría que esa revista de sala de
espera de callista me encargase a mí nada. En cualquier caso, yo con Will Self,
Roal Dhal y Kurt Vonnegut Jr, hasta santifico las fiestas.
¿Cuál es, en
cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza? La conjunción adversativa. Bueno, todas las
conjunciones adversativas, que me diga. Y, ya de paso, también sus primas
hermanas las locuciones adversativas. Desde el humilde «pero» hasta el ampuloso
«antes bien». Porque son bisagras, oye, que se te abren a cualquier alternativa
posible.
¿Y la más
peligrosa? Pues la misma. La conjunción adversativa.
Porque con todo lo esperanzadora que puede ser, en el momento menos pensado, te
puede joder el día. Verbigracia: «Los pájaros cantaban, el sol brillaba sobre
los trigales y la brisa portaba un delicioso aroma a espliego, sin embargo, me
acababan de diagnosticar un cáncer de páncreas».
¿Alguna vez ha
querido matar a alguien? A diario, pero lo
voy dejando. Y, luego, entre una cosa y otra, la naturaleza acaba haciéndome
los trabajos sucios. Así es.
¿Cuáles son sus
tendencias políticas? Era
revolucionario. Ahora, de momento, soy social demócrata. Lo mismo de aquí a
treinta años me veo, no lo quiera dios, votando al Ciudadanos.
Si pudiera ser
otra cosa, ¿qué le gustaría ser? La «Oliva el
moro», por ejemplo. El famoso olivo milenario de Recas, Toledo. Ese árbol lo ha
visto todo. Y seguirá viéndolo cuando nosotros seamos la tierra que lo sostiene
y lo que engorda sus aceitunas.
¿Cuáles son sus
vicios principales? Yo soy muy de
hurgarme la nariz. En la cama, en la oscuridad de la noche y sin testigos, no
hay quien me pare. Cuando doy con uno de esos mocos grandes y duros, me lo saco
y lo manipulo bien para reconocer al tacto sus texturas. Luego, me lo pongo
cuidadosamente sobre la uña del índice; lo engatillo, trabándolo con el pulgar
y una vez que alcanzo la tensión óptima entre ambos dedos, los suelto y lo
catapulto por los aires. Entonces me quedo muy quieto, saboreando el momento,
escuchando el silencio, esperando ese clic tan especial que hace cuando da
contra el armario. Es una satisfacción indescriptible. Es como una recompensa
que tengo por haberme tomado la molestia. Sin embargo, si cae en la moqueta el
anticlímax es total porque no se oye nada y es un desperdicio de moco.
¿Y sus virtudes? Esta pregunta no sabía que entraba y no me la he estudiado. Así que, igual que ponían un corto de Harold Lloyd en la tele cuando nos rogaban que disculpásemos alguna interrupción (que luego cortaban sin ningún prurito en cuanto se restablecía el servicio), voy a darle yo salida a un poemilla: Hipnopómpico efecto
De un indigentehabité el sueño.
Le di un duro
y se aprendió mi nombre.
Entraba yo y salía,
por los campos neuronales de debajo de su pelo,
en constante diálogo
con la parte gris de sus cerebros.
Y le miraba
sus oídos sucios de pobre
desde dentro
y escuchaba los ecos
de su estómago famélico.
Y ya muerto él,
no sé bien si de frío,
de hambre,
o de anhelo,
le mandé mi adhesión a su perro,
y dejé en la mancha de grasa sobre la que vivía
un puñado de calderilla para el barquero.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza? ¡Ay, Jesús! Y, ¿para qué iba yo a imaginarme esas cosas tan desagradables, cuando puedo imaginarme que tengo debajo a tal o a cuál, o que me han tocado los ciegos? Quita, quita. En cuanto a «imágenes dentro del esquema clásico», admito que no entiendo la pregunta. Con todo, y por si cuela, diré que si tuviera que morirme, ya fuese ahogado, comido por un tigre o de un flechazo en to el ojo, como Harold Godwinson, no me importaría aderezar mis postreras bocanadas de aire con el sereno clasicismo quattrocentista de los frescos de la «Storie della Vera Croce», de Piero della Francesca.
T. M.