sábado, 16 de enero de 2021

Entrevista capotiana a Lidia Bravo

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Lidia Bravo.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría? Una gran burbuja que incluyera el sur de Europa, de Lisboa a Esmirna. Con un poco de suerte meteríamos también a Brasil, pero no creo que cuele.

¿Prefiere los animales a la gente? No, aunque si hubiera que elegir creo que los animales lo tendrían muy claro.

¿Es usted cruel? En absoluto. Bueno, puede que me haya pasado de la raya alguna vez conmigo misma.

¿Tiene muchos amigos? Tengo amigos que conservo desde la infancia y a otros que conocí antes de ayer. No sé si son muchos o pocos, pero la lista no está cerrada. Se entra y se sale, por suerte no es un partido político.

¿Qué cualidades busca en sus amigos? No busco nada en particular: es gente a menudo muy diferente de mí, con personalidades y aspiraciones variadas. Si me paro a pensar, hay cosas comunes: son genuinos, y tienen sentido del humor.

¿Suelen decepcionarle sus amigos? No. Con el tiempo se aprende a valorar en su medida las debilidades ajenas, a entender que cualquier decepción tiene billete de ida y vuelta y numerosas lecturas.

¿Es usted una persona sincera? Intento no serlo las 24 horas: cuando creo que tengo razón soy peligrosa, me gana la impulsividad.

¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre? Disfruto mucho del arte y la música en vivo, de estar fuera (ciudad o naturaleza), con gente, y de leer tranquila. Lo ideal, creo, sería no ocupar el tiempo libre para que de veras lo sea. Es decir, jugar.

¿Qué le da más miedo? Las tragedias repentinas e inexplicables. La muerte por sorpresa y sin reloj.

¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice? Los campos de refugiados, la explotación infantil, la sangre fría, la falta de rigor, la posverdad, la normalidad (la antigua y la nueva)… hay donde elegir.

Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho? De pequeña quería ser artista, como cantaba Concha Velasco, actriz, cantante… andar por ahí dando el espectáculo, o vivir en un musical. Y de más pequeña aún, Santa, pero con visitas en 5D, como Santa Teresa.

¿Practica algún tipo de ejercicio físico? Nado libre, ciclismo, senderismo, yoga… pero sin disciplina.

¿Sabe cocinar? Sí, pero no me apasiona. Prefiero comer. 

Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría? Algún músico de jazz de un país donde nadie escucha jazz. Cualquiera, en realidad, que haya fracasado apasionadamente.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza? Futuro.
¿Y la más peligrosa? Yo.

¿Alguna vez ha querido matar a alguien? Sí, seguro, pero me olvidé. Menos mal…
¿Cuáles son sus tendencias políticas? Detesto la violencia en todas sus formas, y creo que hay que extirpar de las tendencias políticas sus dosis de pensamiento mágico, tener mucho cuidado con deshumanizar a quienes piensan diferente. Procuro no votar a nadie que justifique la corrupción (¡uy, qué difícil!), o que ponga la defensa de lo público por debajo de sus intereses partidistas (¡uy, uy, uy!), o con objetivos sólo a corto plazo (¡adiós! Al final no voto); picotear en fuentes de “tendencia” variada; opinar menos, leer más y mejor.

Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser? Repetiría: niña. Si no se puede repetir: Delfín.

¿Cuáles son sus vicios principales? Todos los que tienen que ver con haberse educado en un colegio de monjas: la culpabilidad, el sentido del sacrificio, la idea de salvación…      

¿Y sus virtudes? La vitalidad, me dicen; la empatía, quizás.

Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza? No sabía qué decir, pero La muerte de Christopher Reeve podría leerse como una especie de crónica de ese suceso imaginario: (“De haber tocado fondo aquella niña/ le habría arrancado un montón de tierra / a la palabra mar./ Aún de sus pulmones se siguen escapando nombres vivos. /Y vistas desde aquí las palabras están llenas de animalillos sueltos. /Hasta el último aliento los diré, uno por uno,/ deshojando el idioma de las cosas heridas,/ del árbol que está enfermo y no lo sabe”).

T. M.