En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Lidia Bravo.
Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder
salir jamás de él, ¿cuál elegiría? Una gran burbuja que incluyera el sur de Europa,
de Lisboa a Esmirna. Con un poco de suerte meteríamos también a Brasil, pero no
creo que cuele.
¿Prefiere los animales a la gente? No, aunque
si hubiera que elegir creo que los animales lo tendrían muy claro.
¿Es usted cruel? En absoluto. Bueno,
puede que me haya pasado de la raya alguna vez conmigo misma.
¿Tiene muchos amigos? Tengo amigos que
conservo desde la infancia y a otros que conocí antes de ayer. No sé si son
muchos o pocos, pero la lista no está cerrada. Se entra y se sale, por suerte
no es un partido político.
¿Qué cualidades busca en sus amigos? No busco nada en particular:
es gente a menudo muy diferente de mí, con personalidades y aspiraciones variadas.
Si me paro a pensar, hay cosas comunes: son genuinos, y tienen sentido del
humor.
¿Suelen decepcionarle sus amigos? No. Con el tiempo se
aprende a valorar en su medida las debilidades ajenas, a entender que cualquier
decepción tiene billete de ida y vuelta y numerosas lecturas.
¿Es usted una persona sincera? Intento no
serlo las 24 horas: cuando creo que tengo razón soy peligrosa, me gana la
impulsividad.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre? Disfruto mucho del arte
y la música en vivo, de estar fuera (ciudad o naturaleza), con gente, y de leer
tranquila. Lo ideal, creo, sería no ocupar el tiempo libre para que de veras lo
sea. Es decir, jugar.
¿Qué le da más miedo? Las
tragedias repentinas e inexplicables. La muerte por sorpresa y sin reloj.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
Los campos de refugiados, la explotación infantil, la sangre fría, la falta
de rigor, la posverdad, la normalidad (la antigua y la nueva)… hay donde
elegir.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida
creativa, ¿qué habría hecho? De pequeña quería ser artista, como cantaba Concha Velasco,
actriz, cantante… andar por ahí dando el espectáculo, o vivir en un musical. Y
de más pequeña aún, Santa, pero con visitas en 5D, como Santa Teresa.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico? Nado libre,
ciclismo, senderismo, yoga… pero sin disciplina.
¿Sabe cocinar? Sí, pero no me apasiona. Prefiero
comer.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un
personaje inolvidable», ¿a quién elegiría? Algún músico de jazz
de un país donde nadie escucha jazz. Cualquiera, en realidad, que haya
fracasado apasionadamente.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más
llena de esperanza? Futuro.
¿Y la más peligrosa? Yo.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien? Sí, seguro, pero me
olvidé. Menos mal…
¿Cuáles son sus tendencias políticas? Detesto
la violencia en todas sus formas, y creo que hay que extirpar de las tendencias
políticas sus dosis de pensamiento mágico, tener mucho cuidado con deshumanizar
a quienes piensan diferente. Procuro no votar a nadie que justifique la
corrupción (¡uy, qué difícil!), o que ponga la defensa de lo público por debajo
de sus intereses partidistas (¡uy, uy, uy!), o con objetivos sólo a corto plazo
(¡adiós! Al final no voto); picotear en fuentes de “tendencia” variada; opinar menos,
leer más y mejor.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser? Repetiría:
niña. Si no se puede repetir: Delfín.
¿Cuáles son sus vicios principales? Todos los
que tienen que ver con haberse educado en un colegio de monjas: la
culpabilidad, el sentido del sacrificio, la idea de salvación…
¿Y sus virtudes? La vitalidad, me dicen; la
empatía, quizás.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del
esquema clásico, le pasarían por la cabeza? No sabía
qué decir, pero La muerte de Christopher Reeve podría
leerse como una especie de crónica de ese suceso imaginario: (“De haber tocado
fondo aquella niña/ le habría arrancado un montón de tierra / a la palabra mar./
Aún de sus pulmones se siguen escapando nombres vivos. /Y vistas desde aquí las
palabras están llenas de animalillos sueltos. /Hasta el último aliento los
diré, uno por uno,/ deshojando el idioma de las cosas heridas,/ del árbol que está
enfermo y no lo sabe”).
T. M.