En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Borja Ortiz de Gondra.
Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder
salir jamás de él, ¿cuál elegiría? La
Biblioteca Pública de Nueva York, en la Quinta Avenida. Es el paraíso
tal como lo imaginó Borges: todos los libros del mundo (o casi), en todos los
idiomas del mundo (o casi), para leer libre y gratuitamente en uno de los
edificios más bellos de la ciudad. Y si me pudiese llevar a alguien a ese
lugar, allí me casaría con mi pareja (ahorrándonos los 60.000 dólares por los
que se puede alquilar para bodas a día de hoy).
¿Prefiere los animales a la gente? A los 10
años ahogué a mi pez; a los 13 se me murieron una tortuga y un hámster; a los
16 me diagnosticaron alergia a los gatos. Nunca he tenido perro ni he sentido
la necesidad de tenerlo. Así que prefiero la compañía de humanos, aunque
algunos especímenes solo sepan mugir, ulular, balar, graznar o barritar.
¿Es usted cruel? Trato de no serlo, pero a
veces revive en mí el crío que sufrió acoso en el colegio por ser diferente y
su mecanismo de defensa: la lengua acerada que devuelve el insulto con feroz
crueldad. Quiero creer que todo queda en esgrima verbal y en petit comité y, que yo sepa, nunca he
humillado a nadie en público. Aunque ganas no me faltan, a veces. Un atenuante:
no me duelen prendas por pedir disculpas cuando he hecho daño a alguien.
¿Tiene muchos amigos? He vivido en dos
continentes (Europa y América), he residido en cuatro ciudades distintas
(Madrid, París, Ginebra y Nueva York), he tenido dos vidas profesionales
paralelas (traductor en organismos internacionales, dramaturgo en teatros de
diferentes países) y mi agenda de contactos está repleta de nombres de todas
partes. Pero solo hay tres personas a las que puedo llamar a las dos de la
madrugada si me ocurre algo, sabiendo que siempre responderán. A esos los llamo
amigos y son mi verdadera familia.
¿Qué cualidades busca en sus amigos? Solo una:
la lealtad. En la amistad, yo lo entrego todo y por eso espero del otro que
corresponda con fidelidad: si hago una confidencia, he de saber que no correrá
luego por ahí. Pero ser leal no significa no corregirme si me equivoco y no
señalarme los defectos.
¿Suelen decepcionarle sus amigos? Alguno en
quien deposité una confianza equivocada me ha decepcionado y la amistad
desapareció para siempre. Una vez que se ha roto esa vajilla, es inútil
recomponerla. Nunca he vuelto a acercarme a él y cuando nos cruzamos, ya no
queda ni tristeza por lo que ocurrió. Prefiero pasar página y olvidar a quien
no merece ni el mal recuerdo.
¿Es usted una persona sincera? La
sinceridad está sobrevalorada; lo que nos permite vivir en sociedad es la
amable mentira social por la que respetamos a quien no es como nosotros. He
vivido demasiado tiempo en los Estados Unidos como para saber que cuando
alguien comienza su frase por “Let me be honest with you”, lo
siguiente será un ataque de sinceridades que no necesito escuchar.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre? ¡Lo que yo
quisiera es tener tiempo libre! Escribir en España ya no es llorar: es correr
todo el tiempo de aquí para allá a fin de poder pagar las facturas. A veces
creo que habita dentro de mí el Conejo Blanco de “Alicia en el País de las Maravillas” y es él quien repite
en mi boca: “llego tarde, llego tarde”. En un tiempo y en un lugar ideal, yo
ocuparía mi tiempo libre aprendiendo caligrafía japonesa, la lengua rusa y el
cultivo de las peonías; no descarto la esperanza de que ese tiempo llegue con
la jubilación (si es que un escritor puede jubilarse alguna vez en
España).
¿Qué le da más miedo? Perder la
cordura y que ganen la partida los demonios y los fantasmas que me habitan. En
la última fase de la escritura de “Nunca serás un verdadero Gondra” me
encerré un verano entero a solas en una casa de un pueblo solitario para no
tener ninguna distracción; escribía inexorablemente de las nueve de la mañana a
las siete de la tarde y algunas noches, ciertos antepasados que pueblan el
libro empezaron a asomar, y tuve miedo de perder pie. Lección aprendida: ahora
escribo en sesiones cortas y cuando termina el día, salgo a orearme.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le
escandalice? El triunfo profesional de la astucia y la marrullería por
encima del trabajo callado y bien hecho. No puedo con ello: se me llevan todos
los demonios cuando veo que gentes de escasa valía y ningún esfuerzo, pero con
mucho desparpajo y caradura, ocupan puestos de responsabilidad. Al principio de
mi carrera trabajé algunas veces en la administración cultural y pronto
comprendí que ese no era el camino para mí: el relumbrón y el brillibrilli y
los canapés de salmón ahumado no casan con mi idea de que se abra paso el
talento por su propio peso.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida
creativa, ¿qué habría hecho? Ser escritor y llevar una
vida creativa no es incompatible con hacer otras cien mil cosas que ayudan a
pagar las facturas. A día de hoy, estas son las que hago: traducir abstrusos
documentos de organismos internacionales, impartir clases de escritura
dramática, adaptar obras extranjeras y clásicos nacionales para los escenarios,
dar conferencias, charlas, cursos, seminarios y talleres sobre cualquier cosa
relacionada con la autoficción y ocasionalmente, trabajar de actor en obras en
las que hay un personaje que se llama como yo. Pero en realidad, soy licenciado
en Derecho por la Universidad de Deusto y tengo un máster de la Escuela
Diplomática, así que lo normal es que hubiera sido agregado tercero de embajada
en Kazajistán.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico? En los
años en que un servidor estaba todavía en el mercado, cumplía religiosamente el
rito diario de ir al gimnasio y mantener el cuerpo que exigía su edad,
condición y estado social. Ahora soy un hombre felizmente casado de 55 años y
me conformo con subir y bajar los seis pisos entre mi apartamento y la calle.
Pero me ha quedado un buen chasis que da bien en cámara, según me dijo la
fotógrafa que firma las imágenes que distribuyen mis editores.
¿Sabe cocinar? A mi edad, sigo sin saber cocinar ni
conducir. Cuando me fui de casa a los 23 años, mi madre me dijo que no
sobreviviría solo ni un mes y regresaría pronto con el rabo entre las piernas.
Tropecientos meses después, aquí sigo, sin haber tenido que regresar al hogar
familiar. Ya se pueden imaginar cual era la pregunta que hacía yo siempre
cuando conocía a alguien interesante.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un
personaje inolvidable», ¿a quién elegiría? A Pina Bausch. Tuve
la fortuna de trabajar con ella en 1989, apenas salido de mis estudios de arte
dramático, cuando Pina era el gran mito de la danza-teatro del siglo XX. Era
extraña, enigmática, silenciosa, caprichosa, impredecible y de pocas palabras,
pero me dio la única lección que me ha servido en mi carrera artística: “hay
que aprender a mirar como no mira ningún otro: con tus propios ojos”. Me lo
dijo a las tres de la madrugada, en un antro flamenco de Madrid, en un inglés
de atroz acento alemán y envuelta en el humo de su eterno cigarrillo. No sé si
lo entendí mucho entonces, pero lo apunté en una libreta. Y no he dejado de
releerlo.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de
esperanza? En cuatro idiomas (¿he dicho ya que soy, además de otras
profesiones varias, traductor?): “mar”, “itsasoa”,
“sea”, “mer”. La esperanza de un horizonte despejado, siempre abierto a
nuevos rumbos, que nos concede escapar a
la tierra que nos ata; que no tiene fin ni principio, como la eternidad;
que nos permite irnos y regresar sin dejar una huella sobre el polvo; que en
las noches de tempestad asusta como un pozo negro y en los días de calma invita
al viaje a lo desconocido.
¿Y la más peligrosa? “Nosotros”.
Presupone un “ellos” distinto, irreductible a lo que sea que configura la
identidad del grupo que dice en voz alta
“nosotros” y con ello traza una raya que separa el mundo en dos.
“Identidad”, “frontera”, “enemigo”, “otro” nacen de esa palabra peligrosa que
incendia conciencias.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien? Cada vez que un
colega no ha hecho bien su trabajo y después me toca a mí corregir sus fallos.
Últimamente me pasa varias veces al día. ¿Se han diagnosticado ya la falta de
atención al detalle y el descuido profesional como síntomas generalizados de la
pandemia?
¿Cuáles son sus tendencias políticas? Soy lo que en
demoscopia denominan un elector “voluble” o “infiel”. A lo largo de mi vida he
votado en dos países y a un total de cinco partidos diferentes. No me
identifico con ninguna sigla y voto cada vez en función de lo que considero que
necesita en ese momento el país. Creo en una educación y una sanidad públicos
de calidad, en una cultura al servicio de la ciudadanía, en una vivienda
asequible para todos, en la diversidad y el respeto a la diferencia; pienso que
los derechos llevan aparejados deberes y que la mejor manera de “hacer patria”
es pagar impuestos; apoyo al pequeño comercio y la vida de barrio; me gusta que
los servicios públicos sean eficientes y que sus responsables rindan cuentas
por sus actos. Pónganme ustedes la etiqueta.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser? El hijo que
hubieran querido mis padres. Y el padre que la vida no me ha permitido ser.
¿Cuáles son sus vicios principales? Un caballero no
habla de esas cosas en público. En la intimidad… sabe de mis vicios quien tiene
que saberlo para complacerlos.
¿Y sus virtudes? Soy muy leal con la
gente a la que quiero. Y algo que apenas se valora hoy en día: soy sumamente
discreto; quien me conoce, valora en mí que mis labios siempre están sellados.
No tengo cuenta en Twitter y no publicaría nunca con quién me he tomado un café
o he compartido una cena. Defiendo que la intimidad es un valor que deberíamos
recuperar a toda costa.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del
esquema clásico, le pasarían por la cabeza? Las horas
en que sostuve la mano de mi padre mientras él expiraba. Los minutos en que
alguien me cantaba una canción de Frank Sinatra en un muelle de Nueva York para
pedirme un sí. Las tardes del verano de la infancia en una playa cuando una
madre muy joven me secaba con su toalla.
T. M.