Esta profesora universitaria ya se había encargado
del autor en Cinco lecciones de amor
proustiano (Siruela, 2006), que giraba
en
torno al amor, al deseo, a los celos, al
desamor y al amor homosexual, de ahí que no extrañe que aborde ahora en varias ocasiones, en la introducción, semejante
parcela personal de Proust con respecto a sus cartas. Un material este
(seleccionado a partir de sus seis mil cartas) que, sobre todo, puede cambiarnos una
impresión demasiado estereotipada: “La imagen de Proust aislado en una torre de
marfil (o deberíamos decir de corcho, como en su última época en la que su
dormitorio había sido forrado literalmente de corcho para evitar el ruido
exterior), desconociendo todo lo que pasa a su alrededor, tiene poco que ver
con la realidad que traslucen sus cartas”.
Y en efecto, más allá de ver que su madre fue el centro de su vida
familiar, vemos a un Proust tremendamente social, que se relacionó con lo más
granado del París de su tiempo mientras concebía En busca del tiempo perdido y convertía su mundo interior, el poder
de la memoria, en excelencia literaria. Un Proust voluminoso, en suma, que disfrutó de una suerte de aperitivo
epistolar por medio de Cartas a su vecina,
que publicó Elba el año pasado.
Se trató del descubrimiento de veintitrés cartas enviadas a Marie Williams, la esposa de un dentista estadounidense que, un mal día para Proust, instaló su consulta en el segundo piso de donde vivía: el número 102 del boulevard Haussmann. De tal forma que eran páginas que, en particular, incidían en lo mucho que le molestaba al escritor el ruido que le llegaba de arriba, tanto de las obras que los Williams habían hecho en la casa como del arpa que tocaba la vecina. Pero lo más encantador era comprobar cómo la capacidad seductora del autor se colaba en una correspondencia con una dama que lo admiraba y que, al final, como en estas Cartas escogidas, nos ofrecía a un hombre aislado a cal y canto pero con ansias de sociabilidad.
Publicado en Cultura/s, 24-XII-2022