jueves, 29 de diciembre de 2022

El poder de la memoria epistolar

En la localidad de Illiers-Combray, los reposteros comercializan la magdalena de la que habla Marcel Proust en el famoso pasaje en que su protagonista evoca el recuerdo del sabor de una “conchita” que mojaba en el té que le ofrecía su tía Léonie. Se trata del pasaje más famoso de Por el camino de Swann (1913). Hoy, es posible acudir al Combray narrativo pisando el Combray real, y hacerlo a distancia en estas fechas muy especialmente gracias a toda una serie de libros que conmemoran los cien años de la muerte del autor.

Entre ellos, tenemos el trabajo de Estela Ocampo, quien ha preparado unas Cartas escogidas que, ordenadas en función de su temática (“El mundo sentimental de Proust” o “Proust sobre su obra”), nos traen al Proust más íntimo, que pasó tantas horas de su vida escribiendo a familiares, amigos o amantes. Ejemplo de ello es el compositor venezolano Reynaldo Hahn, con el que mantuvo una relación amorosa y cuyas cartas “están codificadas, escritas en un lenguaje inventado, de claves y sobreentendidos”.

Esta profesora universitaria ya se había encargado del autor en Cinco lecciones de amor proustiano (Siruela, 2006), que giraba en torno al amor, al deseo, a los celos, al desamor y al amor homosexual, de ahí que no extrañe que aborde ahora en varias ocasiones, en la introducción, semejante parcela personal de Proust con respecto a sus cartas. Un material este (seleccionado a partir de sus seis mil cartas) que, sobre todo, puede cambiarnos una impresión demasiado estereotipada: “La imagen de Proust aislado en una torre de marfil (o deberíamos decir de corcho, como en su última época en la que su dormitorio había sido forrado literalmente de corcho para evitar el ruido exterior), desconociendo todo lo que pasa a su alrededor, tiene poco que ver con la realidad que traslucen sus cartas”.

Y en efecto, más allá de ver que su madre fue el centro de su vida familiar, vemos a un Proust tremendamente social, que se relacionó con lo más granado del París de su tiempo mientras concebía En busca del tiempo perdido y convertía su mundo interior, el poder de la memoria, en excelencia literaria. Un Proust voluminoso, en suma, que disfrutó de una suerte de aperitivo epistolar por medio de Cartas a su vecina, que publicó Elba el año pasado.

Se trató del descubrimiento de veintitrés cartas enviadas a Marie Williams, la esposa de un dentista estadounidense que, un mal día para Proust, instaló su consulta en el segundo piso de donde vivía: el número 102 del boulevard Haussmann. De tal forma que eran páginas que, en particular, incidían en lo mucho que le molestaba al escritor el ruido que le llegaba de arriba, tanto de las obras que los Williams habían hecho en la casa como del arpa que tocaba la vecina. Pero lo más encantador era comprobar cómo la capacidad seductora del autor se colaba en una correspondencia con una dama que lo admiraba y que, al final, como en estas Cartas escogidas, nos ofrecía a un hombre aislado a cal y canto pero con ansias de sociabilidad.

Publicado en Cultura/s, 24-XII-2022