Hace escasas fechas aparecía un estudio sobre un poeta francés que fue un alma libre, un librepensador, alguien que Antoine Compagnon califica de moderno antimoderno en su “Baudelaire, el irreductible” (Acantilado), pues cabía encontrar siempre al autor de “Las flores del mal” en una continua ambivalencia. Este catedrático de literatura francesa en la Sorbona recogía, así, un rasgo nuclear de un Baudelaire que tuvo un ánimo ansioso de resistencia ante el mundo moderno que florecía en el segundo tercio del siglo XIX. El poeta lo condenó, pero se benefició de lo que aquella sociedad, en torno a los ámbitos de la prensa o la fotografía, generaba, además de vivir el entorno prostibulario, el de las drogas y el alcohol, en una postura de bohemia rebelde y exhibicionista.
Surgía un hombre al que todo le repugnaba, que todo lo criticaba
agriamente, aunque anhelara publicar en los periódicos y dejarse retratar. Este
poeta atacó el ambiente contemporáneo, en lo urbano y social, posicionándose en
contra de todo. Tal actitud, hoy, en la dictadura de lo políticamente correcto,
¿podría ser posible? Se sucede lo que dan en llamar “cancelaciones”,
silenciando autores clásicos, incluso por lo que dicen sus personajes
ficticios, ya sea un clásico antiguo como Chaucer o una autora contemporánea
como Harper Lee, con excusas de racismo, judeofobia o misoginia. Ante tal
panorama, ¿de qué formas puede el intelectual sentirse libre para opinar y
avivar el espíritu ilustrado de la tolerancia de pensamiento y de debate de
ideas contrapuestas? Alain Finkielkraut
ha pensado mucho en eso; sus últimos libros van en ese sentido, lo cual puede
sernos de gran utilidad para atemperar ánimos y analizar semejante situación
racionalmente.
En 2017, publicó
“Lo único exacto”, en la editorial Alianza. "Mostrar que vivimos un
momento crítico e histórico, paradójicamente enmascarado por las referencias
incesantes a la Historia; enfrentarnos a este momento crucial en lo que tiene
de irreductible para el repertorio de nuestras vicisitudes: ese es el objetivo
del libro. Lo que está en juego es tan existencial como intelectual”: tal era
su propósito. En medio de la confusión, la susceptibilidad a flor de piel, la
improvisación y la ignorancia, la exactitud se convertiría en el destino
principal del pensamiento. Finkielkraut, de ese modo, tomaba una serie de
hechos políticos, sociales, filosóficos y mediáticos buscando entender lo que
está pasando, en un tiempo de fanatismos en que el orden moral, puritano y
mojigato resurge más censurador que nunca en tiempos recientes.
Adiós a las letras formativas
Ya bastante tiempo
atrás, en 2006, había publicado, en la editorial Encuentro, “Nosotros los
modernos”, en esa línea irreductible, e inevitablemente polémica, de plantear
hacia dónde vamos al estar encadenados a una “modernidad desequilibrada”. Así
las cosas, las letras en general como campo intrínseco de reflexión se ven
amenazadas, y es lo que en “La posliteratura” (traducción de Elena-Michelle Cano e Íñigo Sánchez Paños) explora este profesor de Historia de las Ideas en la Escuela
Politécnica de París. Lo hace recordando una conversación con Philip Roth, en
torno al movimiento #MeToo, o pensando en Milan Kundera, ambos autores
demasiado “sexistas” para que hubieran recibido el premio Nobel. La vieja
cultura occidental se va diluyendo ante la dictadura del pensamiento único y la
ideología política imperante que dicta cómo y qué decir.
«Hemos entrado en la edad de la posliteratura. El tiempo en que la
visión literaria del mundo tenía un lugar en el mundo parece estar cumplido
para siempre. No es que la inspiración se haya agotado súbita y
definitivamente. Siguen escribiéndose e imprimiéndose libros de verdad, pero no
"imprimen". Ya no tienen ninguna virtud formativa», dice
Finkielkraut. Este denuncia cómo hasta los más jóvenes muestran una postura de
superioridad moral que les confiere “la victoria total sobre los prejuicios.
Neofeminismo simplificador, antirracismo sonámbulo, recubrimiento metódico de
la fealdad y de la belleza del mundo mediante las ecuaciones del pensar
calculador, negación obstinada de la finitud: en su lucha contra la mentira, el
arte está perdiendo la partida”.
El pensador
francés pone diversos ejemplos, y en verdad, ningún ámbito cultural se salva de
ese tratamiento inquisitorial: festivales de música, obras de teatro y óperas.
El asunto es manifestar un mismo argumentario: “vencer la exclusión, celebrar
la hospitalidad, borrar las fronteras”, siempre a partir de narrativas que más
bien parecen fábulas aleccionadoras, con creadores convertidos de súbito en
predicadores, advierte. “Se hace decir a poetas y compositores sin defensa
alguna que tenemos un deber de fraternidad con los migrantes y que faltar a
ello es volver a la barbarie”, añade. Los que abanderan esas ideas se creen en
posesión de la Verdad, y sus voceros ocupan instituciones como los museos, los
cuales ya no son depositarios de obras maestras, “cosa que reintroduciría la
noción funesta de superioridad”, sino «de artefactos y de especímenes para la
sociedad» en pos de «contribuir a la dignidad humana y a la justicia social, a
la igualdad mundial y al bienestar planetario».
La jerarquía como enemigo
En fin, no hay
escapatoria: muchos escritores, señala Finkielkraut,
ya piensan que hay que escribir contra algo, porque si no, de nada sirve. “Y
ese mismo imperativo se aplica, con idéntico rigor, a los autores que forman
parte del patrimonio: los irrecuperables son deconstruidos; (…) Un nuevo orden
moral, prescrito por la vigilancia y no por el decoro, propagado por los
artistas y no por los filisteos, se ha abatido sobre la vida del espíritu. Su
bandera es la humanidad. Su enemigo es la jerarquía”. La autoridad del maestro
ha quedado desautorizada, y ya ni siquiera existe distinción alguna entre
cultura e incultura porque, en efecto, “todo es cultural”, con el añadido del
uso del lenguaje inclusivo, para colocar en primera fila a las mujeres y a las
personas no binarias. El autor denuncia todos estos nuevos aspectos de nuestra
sociedad moderna, que presenta casos como este: es posible entrar en una
exposición de Gauguin y ver que se advierte al público que el pintor mantuvo
relaciones sexuales con muchachas jóvenes, aprovechándose de ellas.
“Artes
plásticas, literatura, teatro, danza, ópera, cine, filosofía, religión: todo
eso ha pasado a ser ya defensa de la buena causa. Las obras humanas solo se
evalúan a la luz de la humanidad, es decir, de la igual dignidad de las
personas.” Por eso se retira “Lolita” de Nabokov de los programas
universitarios, y el mundo editorial tiene que ser precavido con los nuevos
textos. “Ese orden moral, dicho de otro modo, no es ni reaccionario, ni
siquiera conservador”; es algo que liquida lo que no le gusta, sin más. “Como
no esquiva ningún campo de la existencia, su devoradora pasión democrática
limpia nuestra civilización de todo cuanto le daba valor”. Semejante práctica,
basada en lo discriminatorio, sería para el autor “la responsable del odio que
suscita y de los ataques que se le lanzan. Si tanta gente está mortalmente
resentida contra ella, hasta dentro de sus propias fronteras, solo puede
achacárselo a sí misma. La violencia de la que es objeto procede de su esencia
criminal”. Realmente, estamos ante un estado claustrofóbico, en que tal vez la
Literatura haya muerto, reemplazada por esta posliteratura y un enfoque
cultural que “se presenta como la culminación del Bien. ¡Cuánto nos hacéis
odiar la igualdad cuando su imperio es sin límites, cuando no tiene ya
exterior, contrapeso ni tope!”.
Publicado en La Razón, 14-I-2023