lunes, 16 de enero de 2023

El nuevo orden moral

Hace escasas fechas aparecía un estudio sobre un poeta francés que fue un alma libre, un librepensador, alguien que Antoine Compagnon califica de moderno antimoderno en su “Baudelaire, el irreductible” (Acantilado), pues cabía encontrar siempre al autor de “Las flores del mal” en una continua ambivalencia. Este catedrático de literatura francesa en la Sorbona recogía, así, un rasgo nuclear de un Baudelaire que tuvo un ánimo ansioso de resistencia ante el mundo moderno que florecía en el segundo tercio del siglo XIX. El poeta lo condenó, pero se benefició de lo que aquella sociedad, en torno a los ámbitos de la prensa o la fotografía, generaba, además de vivir el entorno prostibulario, el de las drogas y el alcohol, en una postura de bohemia rebelde y exhibicionista.

Surgía un hombre al que todo le repugnaba, que todo lo criticaba agriamente, aunque anhelara publicar en los periódicos y dejarse retratar. Este poeta atacó el ambiente contemporáneo, en lo urbano y social, posicionándose en contra de todo. Tal actitud, hoy, en la dictadura de lo políticamente correcto, ¿podría ser posible? Se sucede lo que dan en llamar “cancelaciones”, silenciando autores clásicos, incluso por lo que dicen sus personajes ficticios, ya sea un clásico antiguo como Chaucer o una autora contemporánea como Harper Lee, con excusas de racismo, judeofobia o misoginia. Ante tal panorama, ¿de qué formas puede el intelectual sentirse libre para opinar y avivar el espíritu ilustrado de la tolerancia de pensamiento y de debate de ideas contrapuestas? Alain Finkielkraut ha pensado mucho en eso; sus últimos libros van en ese sentido, lo cual puede sernos de gran utilidad para atemperar ánimos y analizar semejante situación racionalmente.

En 2017, publicó “Lo único exacto”, en la editorial Alianza. "Mostrar que vivimos un momento crítico e histórico, paradójicamente enmascarado por las referencias incesantes a la Historia; enfrentarnos a este momento crucial en lo que tiene de irreductible para el repertorio de nuestras vicisitudes: ese es el objetivo del libro. Lo que está en juego es tan existencial como intelectual”: tal era su propósito. En medio de la confusión, la susceptibilidad a flor de piel, la improvisación y la ignorancia, la exactitud se convertiría en el destino principal del pensamiento. Finkielkraut, de ese modo, tomaba una serie de hechos políticos, sociales, filosóficos y mediáticos buscando entender lo que está pasando, en un tiempo de fanatismos en que el orden moral, puritano y mojigato resurge más censurador que nunca en tiempos recientes.

Adiós a las letras formativas

Ya bastante tiempo atrás, en 2006, había publicado, en la editorial Encuentro, “Nosotros los modernos”, en esa línea irreductible, e inevitablemente polémica, de plantear hacia dónde vamos al estar encadenados a una “modernidad desequilibrada”. Así las cosas, las letras en general como campo intrínseco de reflexión se ven amenazadas, y es lo que en “La posliteratura” (traducción de Elena-Michelle Cano e Íñigo Sánchez Paños) explora este profesor de Historia de las Ideas en la Escuela Politécnica de París. Lo hace recordando una conversación con Philip Roth, en torno al movimiento #MeToo, o pensando en Milan Kundera, ambos autores demasiado “sexistas” para que hubieran recibido el premio Nobel. La vieja cultura occidental se va diluyendo ante la dictadura del pensamiento único y la ideología política imperante que dicta cómo y qué decir.

«Hemos entrado en la edad de la posliteratura. El tiempo en que la visión literaria del mundo tenía un lugar en el mundo parece estar cumplido para siempre. No es que la inspiración se haya agotado súbita y definitivamente. Siguen escribiéndose e imprimiéndose libros de verdad, pero no "imprimen". Ya no tienen ninguna virtud formativa», dice Finkielkraut. Este denuncia cómo hasta los más jóvenes muestran una postura de superioridad moral que les confiere “la victoria total sobre los prejuicios. Neofeminismo simplificador, antirracismo sonámbulo, recubrimiento metódico de la fealdad y de la belleza del mundo mediante las ecuaciones del pensar calculador, negación obstinada de la finitud: en su lucha contra la mentira, el arte está perdiendo la partida”.

El pensador francés pone diversos ejemplos, y en verdad, ningún ámbito cultural se salva de ese tratamiento inquisitorial: festivales de música, obras de teatro y óperas. El asunto es manifestar un mismo argumentario: “vencer la exclusión, celebrar la hospitalidad, borrar las fronteras”, siempre a partir de narrativas que más bien parecen fábulas aleccionadoras, con creadores convertidos de súbito en predicadores, advierte. “Se hace decir a poetas y compositores sin defensa alguna que tenemos un deber de fraternidad con los migrantes y que faltar a ello es volver a la barbarie”, añade. Los que abanderan esas ideas se creen en posesión de la Verdad, y sus voceros ocupan instituciones como los museos, los cuales ya no son depositarios de obras maestras, “cosa que reintroduciría la noción funesta de superioridad”, sino «de artefactos y de especímenes para la sociedad» en pos de «contribuir a la dignidad humana y a la justicia social, a la igualdad mundial y al bienestar planetario».

La jerarquía como enemigo

En fin, no hay escapatoria: muchos escritores, señala Finkielkraut, ya piensan que hay que escribir contra algo, porque si no, de nada sirve. “Y ese mismo imperativo se aplica, con idéntico rigor, a los autores que forman parte del patrimonio: los irrecuperables son deconstruidos; (…) Un nuevo orden moral, prescrito por la vigilancia y no por el decoro, propagado por los artistas y no por los filisteos, se ha abatido sobre la vida del espíritu. Su bandera es la humanidad. Su enemigo es la jerarquía”. La autoridad del maestro ha quedado desautorizada, y ya ni siquiera existe distinción alguna entre cultura e incultura porque, en efecto, “todo es cultural”, con el añadido del uso del lenguaje inclusivo, para colocar en primera fila a las mujeres y a las personas no binarias. El autor denuncia todos estos nuevos aspectos de nuestra sociedad moderna, que presenta casos como este: es posible entrar en una exposición de Gauguin y ver que se advierte al público que el pintor mantuvo relaciones sexuales con muchachas jóvenes, aprovechándose de ellas.

“Artes plásticas, literatura, teatro, danza, ópera, cine, filosofía, religión: todo eso ha pasado a ser ya defensa de la buena causa. Las obras humanas solo se evalúan a la luz de la humanidad, es decir, de la igual dignidad de las personas.” Por eso se retira “Lolita” de Nabokov de los programas universitarios, y el mundo editorial tiene que ser precavido con los nuevos textos. “Ese orden moral, dicho de otro modo, no es ni reaccionario, ni siquiera conservador”; es algo que liquida lo que no le gusta, sin más. “Como no esquiva ningún campo de la existencia, su devoradora pasión democrática limpia nuestra civilización de todo cuanto le daba valor”. Semejante práctica, basada en lo discriminatorio, sería para el autor “la responsable del odio que suscita y de los ataques que se le lanzan. Si tanta gente está mortalmente resentida contra ella, hasta dentro de sus propias fronteras, solo puede achacárselo a sí misma. La violencia de la que es objeto procede de su esencia criminal”. Realmente, estamos ante un estado claustrofóbico, en que tal vez la Literatura haya muerto, reemplazada por esta posliteratura y un enfoque cultural que “se presenta como la culminación del Bien. ¡Cuánto nos hacéis odiar la igualdad cuando su imperio es sin límites, cuando no tiene ya exterior, contrapeso ni tope!”.

Publicado en La Razón, 14-I-2023