domingo, 28 de mayo de 2023

Entrevista capotiana a Pedro López Martínez

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Pedro López Martínez.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría? Sin duda, elegiría un faro de la costa portuguesa en cuyas paredes interiores se pudiera instalar una biblioteca de libros de papel con una selección personal de siete mil títulos. El mobiliario, sencillo: sillón de lectura con orejeras y amplio escritorio de madera noble. 

¿Prefiere los animales a la gente? Depende de qué gente, depende de qué animales; a menudo no aprecio grandes diferencias entre los unos y la otra. No sabré ocultar que padezco una fobia crónica a los roedores y que, como plantea Popper en su célebre paradoja, tampoco tolero bien a los intolerantes. El gentío y las multitudes me incomodan, quizá porque evidencian mi indefensión, sobre todo si van uniformados detrás de una bandera, de un himno o de un escudo. Antes que de gente, prefiero hablar de personas, singularizarlas en su lugar preciso en el mundo; y ahí, en general, sí prevalecen sobre los animales.

¿Es usted cruel? Quiero creer que no, empatizo inmediatamente con el dolor. Si lo soy, es solo conmigo mismo, cuando no me perdono cualquier desliz real o imaginario, o cuando, transcurrido el tiempo, me enredo en las tramas imposibles de la vida y acaso me arrepiento de no haber sucumbido a determinada tentación, o de no haber sabido subirme a alguno de esos trenes que pasaron por delante.

¿Tiene muchos amigos? Sí y no. ¿Cuántos son muchos amigos? Quizá solo tengo los necesarios, aquellos a los que uno intuye que siempre, suceda lo que suceda, podrá seguir llamando amigos. Tres o cuatro. Dos o tres. Uno o dos.

¿Qué cualidades busca en sus amigos? Las mismas que busco cuando leo un poema, un relato o una novela: lealtad, autenticidad, verdad… esos sustantivos abstractos que me gustaría escribir con mayúsculas. Y la generosidad sin condiciones.

¿Suelen decepcionarle sus amigos? Si lo eran y aún lo son, es obvio que no, no pueden decepcionarme porque lo único que espero de ellos es que sigan siendo ellos mismos. Sin embargo, antes sí me decepcionó alguno, cuando andábamos metidos en el fango de aquella juventud que ahora siento remota, cuando mi falta de experiencia o mi ridícula necesidad de pertenencia aceptaban en esa categoría a cualquier intruso que viniera a presentarse como amigo.

¿Es usted una persona sincera? Siempre, y es agotador, y a menudo me lo reprocho, más que nunca cuando me muestro en alguna página de ficción o en algún poema, porque siempre soy irremediablemente yo, en toda mi desnudez. Me preocupa que se me note demasiado y que eso le perjudique al personaje que me gustaría saber representar en ciertos ambientes –compromisos familiares, eventos socioliterarios, etc.–, espacios en los que queda bien fingir o encomendarse al demonio de la cortesía, de la adulación o del mero interés. Pero me es muy difícil entrar en el juego. Comparto aquella cita adjudicada a Franz Kafka: “Me avergoncé de mí mismo cuando comprendí que la vida era una fiesta de disfraces y yo asistía con mi rostro real”. Y sigo avergonzado.

¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre? Sentándome al sol como un digno heterónimo de Pessoa, abdicando de todo y siendo rey de mí mismo, dejándome llevar por el rumor eterno de las olas, adormeciéndome entre pájaros y nubes, hilvanando palabras que serán versos que serán poemas.

¿Qué le da más miedo? Temo a la soledad rigurosa cuando se acerque el declive. Me aterra que con el transcurrir de los años llegue a desconocerme o a no aceptarme tal como haya venido a ser, quienquiera que sea. Mi madre padeció Alzheimer durante más de tres años y yo asistí a la agonía emocional de su desmemoria, al vaciamiento regresivo de su identidad, al desgarro indescriptible de no ser ya nunca más su hijo para ella. A día de hoy, a ese final posible es al que más le temo.

¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice? Hay unas cuantas cosas que todavía me intrigan o me asombran, pero que ya dejaron de escandalizarme. Creo que el escándalo está sobrevalorado en una sociedad como la nuestra, donde se vive a golpe de inmediatez, de pantallas hipnotizadoras y de noticias prefabricadas con fines espurios. Quizá, pensándolo bien, lo que más me escandaliza aún es, por un lado, la maldad (que es exclusivamente humana), y por otro la banalización de lo esencial, esa vulgaridad que poco a poco se va instalando en todos los ámbitos.

Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho? Ser escritor no es una decisión, es un destino. Y serlo y sentirte pese a no vivir económicamente de ello (sabiendo de antemano que tu compromiso vital no está contaminado por la necesidad de hacer carrera literaria, por la urgencia de notoriedad y prestigio, por la presión editorial para seguir subido en ese carro, por la exigencia de tener muchos lectores y vender muchos libros que te justifiquen) es para mí una liberación, aunque también podría ser un excelente argumento para lo que la actualidad llama fracaso. Un día, no hace mucho, un conocido al que llevaba tiempo sin ver me preguntó inocentemente si seguía escribiendo; esa es una pregunta que siempre me descoloca y que a veces me incomoda y que, ocasionalmente, según quién sea el interlocutor, me indigna como un insulto, porque lo interpreto como una sutil indagación que de algún modo desautoriza mi relación íntima, elemental, con las palabras. No puedo imaginarme de otro modo que no implique un contacto con los libros, con la imaginación literaria. Me tienta apuntalar lo que digo con una frase de Roland Barthes que subrayé en rojo cuando fui alumno universitario, de su ensayo Crítica y verdad, y que todavía me repito en secreto: “Es escritor aquel para quien el lenguaje crea un problema, aquel que siente su profundidad, no su instrumentalidad o su belleza”.

¿Practica algún tipo de ejercicio físico? Sí: cuando la vida me lo permite salgo a correr sesenta minutos exactos. Lo hago siempre solo y por un itinerario fijo, memorizado, siempre sin auriculares que puedan distraerme de mis pensamientos, siempre desprovisto de artilugios de control cardíaco, siempre al atardecer. Aunque varíe la frecuencia según las estaciones y la voluntad, que en mi caso es tan voluble como la pereza, este es un deporte que practico con cierta regularidad desde que tuve diecinueve o veinte años.

¿Sabe cocinar? Sé cocinar. Me encanta cocinar.

Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría? Personajes inolvidables hay tantos… Si es de ficción, quizá escribiera sobre Monsieur Meurseult, el protagonista de El extranjero, la novela de Camus. Si es histórico, creo que me decantaría por alguno de esos escritores sucesivos que a lo largo de mi vida me han obsesionado excepcionalmente: Jorge Luis Borges, Miguel Espinosa, José Saramago… Pero luego están los personajes secundarios: aquel Rodrigo de Triana que gritó por primera vez “¡tierra!” desde cualquier carabela, aquel ebanista que acogió en su casa a un Hölderlin, aquel cochero que fustigó a su caballo en una plaza céntrica de Turín para que Nietzsche lo abrazara, aquel albañil que ayudó a Primo Levi en su cautiverio en el campo de Auschwitz…

¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza? Puente, túnel, abrazo.

¿Y la más peligrosa? Frontera, muro, patria.

¿Alguna vez ha querido matar a alguien? Literalmente, no. Pero en la imaginación, en la ficción, unas cuantas veces. Hay personas cuya mera existencia obstaculiza al resto de la humanidad. Me parece que todos hemos sentido en algún momento el impulso primario, la misión suprema de un Raskolnikov.

¿Cuáles son sus tendencias políticas? Me considero afortunado por haber nacido donde nací y haber sido educado en la austeridad, en la tolerancia y en el respeto a los otros. Para responder a esta pregunta, lo mismo que para elegir una papeleta concreta e introducirla en una urna establecida democráticamente, siempre procuro tener muy presentes dos cosas: primero, de qué lugar vengo, en qué clase de mundo me engendraron mis padres; segundo, hacia dónde voy o querría ir, qué clase de mundo deseo para mis hijos. Soy o quiero creer que soy un socialdemócrata escorado a la izquierda que cree firmemente en los valores humanos y en los servicios públicos, los únicos capaces de garantizar una sociedad más justa y accesible a todos.  

Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser? Soy profesor de Lengua castellana y Literatura en un centro de Educación Secundaria. La enseñanza es un medio de ganarme la vida, para mí más cómodo que otros, y con ella, día a día (y ya voy por los nueve trienios), aprendo la virtud de la humildad, pues me ayuda a entender cuál es mi lugar real en este mundo. Así que no estoy seguro de querer ser otra cosa, ni siquiera de poder serlo.

¿Cuáles son sus vicios principales? Ignoro si la necesidad cotidiana de un orden (a veces, incluso, de una simetría que yo interpreto más práctica, más rentable o más fecunda) y el tormentoso afán perfeccionista (¡sobre todo en la literatura!) se pueden considerar vicios.

¿Y sus virtudes? Quizás, según se mire, aquel afán perfeccionista, aquella necesidad cotidiana de un orden. Paradójicamente. Las virtudes y los vicios, al final, pueden reducirse a una simple cuestión de perspectiva.

Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza? Los rostros sucesivos de las personas que he querido y me han querido. No sé en qué orden, pero creo que esos rostros le darían algún sentido definitivo a mi agonía.

T. M.