sábado, 3 de junio de 2023

Entrevista capotiana a David Lema

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de David Lema.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría? Hasta un gallego chovinista como yo sabe que no se puede vivir en un solo lugar, que la única identidad posible se forja huyendo de las ataduras del espacio. Y, aun así, tengo clara la respuesta: a cualquier lugar que sobreviva al tiempo. Seguro que anda cerca de Carnota.
¿Prefiere los animales a la gente? La gente, pero mi mujer prefiere a los animales. Y, ahora que lo escribo, eso no sé en qué lugar me deja a mí. Ni a nuestro perro. ¡¿Pero qué ser prefiere a los animales!?
¿Es usted cruel? No. Al menos no de manera consciente, lo que me hace pensar que seguramente he sido demasiado cruel demasiadas veces.
¿Tiene muchos amigos? Llevo un rato dándole vueltas a qué significa muchos y qué significa amigos. Y creo que son términos incompatibles. Mi vida no se la confiaría a más de un centenar; y la de mi familia, a tres.
¿Qué cualidades busca en sus amigos? Lealtad, que es un concepto que suena demasiado pomposo y no lo es tanto. Ser fiel a aquellos con los que ríes. Que mis amigos sean creyentes, que crean en la amistad. Y, por favor: humor, ironía; retranca. Y hogar, que los amigos sean como un estofado calentito, que decía aquel.
¿Suelen decepcionarle sus amigos? No, por eso son amigos. Los amigos pueden doler, porque son como una herida abierta en la mano, una herida que no cierra, y cada vez que aprietas el puño te recuerda que siempre está ahí. Pero los amigos nunca pueden decepcionar. Es verdad que algunas heridas se cosen y parece que ya está, que ya se han ido; pero esas son las peores: siempre molestan con los cambios de tiempo.
¿Es usted una persona sincera? Sí. Y no doy aprendido que a partir de cierta edad ya debería haber abandonado la ingenuidad. Voy a intentar colar alguna trola en esta entrevista o magnificar alguna verdad, por ir probando cosas nuevas.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre? Últimamente me gusta mucho aburrirme. Me permite descansar.
¿Qué le da más miedo? Perder la memoria, porque perdería a todos los que he querido. He sufrido y he disfrutado mucho, y no quiero que las conexiones de mis neuronas se estropeen más de lo debido hasta el punto de que no se reconozcan entre ellas -me obsesiona tanto el tema del tema que ahora mismo estoy leyendo unos apuntes de una neuróloga que explica cómo funciona la formación de los recuerdos y, sobre todo, su almacenamiento y su rescate-. Dependo mucho de la gente que quiero.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice? La violación de la inocencia. Ha quedado redonda la repuesta. Fíjese hasta qué punto, que ni aguanto el sufrimiento de los niños en series o películas.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho? Me gustaría ganar dinero. Qué se yo: una profesión vinculada al derecho, que también tiene mucho de creativa. Mire Garzón, Marchena o el juez Calatayud. Es una profesión de ensoñaciones.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico? Mido casi dos metros.
¿Sabe cocinar? Nunca paso hambre.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría? Un día me encontré con una mujer que regalaba felicidad. No me acuerdo cómo se llamaba ni de dónde era ni qué me dijo exactamente, y eso que sólo hablaba ella en un gallego muy extraño. Se me acercó, debía de tener cosa de 60 años o más y vestía una falda de colegiala, de esas que se visten sobre todo cuando tienes 16 años o menos. No, no llevaba trenzas. Me tocó la mano, cantó unos versos de sabe dios qué poema, y se marchó corriendo. Parecía bastante infeliz pero se me quedó grabada en esos anillos de humo que permanecen un tiempo sobrevolando la cabeza.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza? La felicidad.
¿Y la más peligrosa? La felicidad. Ya sé que debe de ser un tópico responder con la misma palabra, pero es la verdad. En ocasiones, sobre todo cuando estoy en ese lugar que elegiría para vivir si no pudiese escapar de él, me ocurre una cosa extrañísima: siempre tengo la sensación de que hace cinco minutos fui más feliz de lo que soy ahora y que dentro de cinco minutos lo seré todavía más.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien? No.
¿Cuáles son sus tendencias políticas? Las de todos: conservadora, para conservar aquello que quiero; y progresista, para progresar en todo lo demás. ¡Equidistante! ¡Centro centrado!
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser? De pequeño soñaba mucho con guepardos; de chaval, con los vampiros; de joven quise ser el tipo al que LeBron James tenía que pasarle el balón; y ahora me conformaría con no dármelas de nada. Creo que fue Manuel Jabois el que un día me dijo que no hay nada más patético que dártelas de lo que no eres, ni dártelas de lo que eres, ni de nada. Aspiro a ser ese amigo que disfruta entre sus amigos; a ser ese familiar que disfruta entre su familia; a ser ese compañero de trabajo que disfruta entre su trabajo y a ser un tipo que de vez en cuando escribe, que disfruta haciéndolo y que, una vez lo ha hecho, simplemente -cosa poco sencilla- espera que el lector también disfrute.
¿Cuáles son sus vicios principales? Soy muy fanático cuando me centro en un proyecto nuevo y eso me abstrae incluso de lo que uno no debe abstraerse. Después está la hipocondría, bien medida, por supuesto, que me ha salvado de muchas muertes que nunca iban a ocurrir.
¿Y sus virtudes? La inseguridad. Sobre todo la inseguridad, me permite sobrevivir.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza? Hay un porche de madera que tiene el travesaño un poco inclinado. Se usa de portería. Un hombre grande hace las veces de portero y tiro. Algunas las deja entrar, otras no. Y siempre se ríe. Creo que hace calor y por eso instalamos una ducha en el jardín, al lado de las palmeras, para refrescarnos continuamente y que ese momento no acabe. Eso sí, hay mosquitos y el hombre grande odia los mosquitos. Es cualquier año entre 1990 y 2001, unos meses después de que cayeran las Torres Gemelas. Aparece aquel telediario visto en un dormitorio. El balón se queda debajo de la palmera. Y ya no se moverá de ahí en mucho tiempo. Aun así, el porche se sigue usando para otras risas gracias a mucha gente que empieza a pasar por delante y cuyo anonimato hay que resguardar por una cuestión de protección de datos y de no ser más cursi de lo permitido. Creo que ya llevo muchos minutos ahogándome y lo más fácil es dejarse llevar. No se está al. Incluso se está bien. Hasta que el porche desaparece. La palmera ha muerto por culpa de la peste y te das cuenta que ahogarse no tiene nada de dulce, así que aparece una mano. Espero que no sea la de Dalí porque el cabronazo dejó a Gala con la mano abierta en la tumba. ¿Me va a dejar aquí? No, no es Dalí, menos mal. Así que intento agarrarme a esa mano que he cogido tantas veces. Yo moriría ahogado en el mar, nada de en un incendio o por culpa de atragantarme con un hueso de aceituna, así que veo que el sol me enseña la superficie y me acerco. Ya sólo veo una cara pero no salgo de ahí. Y ahora qué. Seguro que me falta algún acto dentro del esquema clásico, pero no me apetece morirme. No todavía.
T. M.