lunes, 31 de julio de 2023

La montaña mueve la fe

En su primer libro, “Naturaleza”, de 1836, Ralph Waldo Emerson abordó la cuestión del ser humano imbricándose con la naturaleza, lo que viene a considerarse un manifiesto del trascendentalismo. Ya en el primer capítulo, comentaba la «euforia perfecta» que había sentido en plena naturaleza y cómo esta hacía señales al hombre, que vivía en ella una juventud perpetua mediante esa relación mágica e invisible. Un vecino suyo de Concord, Massachusetts, Henry David Thoreau, era del mismo parecer, y se encontraba felizmente pasando las horas nocturnas pescando en un bote a la luz de la luna, oyendo a los búhos y los zorros, o sentándose en un tocón para contemplar la laguna frente a la cual construyó una casa y en la que vivió dos años, dos meses y dos días.

El autor de “Walden”, que había criticado el sistema económico y la avaricia humana en ensayos contundentes, se sentía así rico, si no en dinero, en días de sol que no hubieran sido gastados mejor en cualquier taller o pupitre. Tal vez, se decía, cuando Adán y Eva fueron expulsados del Edén, esta laguna ya existía; de hecho, «es perennemente joven», «en sí misma es inalterable» pese a la intervención invasiva del hombre en forma de caza, ferrocarril o construcciones de casas. La naturaleza, siempre inocente y beneficiosa, allá donde uno estuviera insertado en ella, en definitiva, era la más completa manifestación de lo saludable y del júbilo a lo que debería llevarnos. No le des, pues, la espalda a lo natural, sé parte de ello, y «crece salvaje de acuerdo con tu naturaleza, como estos juncos y helechos», escribía Thoreau, y esto mismo y otras muchas frases emersonianas sin duda hubiera firmado con gusto Pascal Bruckner, que nos ofrece ahora «De la amistad con una montaña. Pequeño tratado de elevación» (traducción de María Belmonte Barrenechea).

Escalar y hacer cumbre

En su anterior libro publicado en español, “Un instante eterno. Filosofía de la longevidad”, ya había explorado un asunto concomitante, reflexionando en torno a tiempo que empieza a los cincuenta años, esa edad intermedia en que no se es ya joven pero no se ha llegado a la vejez. De esta manera, el ensayista francés componía una autobiografía intelectual y, al mismo tiempo, un manifiesto con respecto a lo que él llamaba “el largo tiempo de vida”, a partir de cómo los avances científicos y el estado del bienestar en diversas sociedades nos ha llevado a una alta esperanza de vida. Esto podía llevarnos a plantearnos los años siguientes a partir del medio siglo con ideas renovadas acerca de cómo aprovechar el tiempo, fundamentando sus argumentos en diversas fuentes de la literatura, las artes y la historia. Y algo parecido hace en “De la amistad con una montaña”, pues no en vano la naturaleza constituye una suerte de gran reloj.

Lo expresó Thoreau en “Musketaquid”: la naturaleza es radicalmente sincera y por lo tanto se gana nuestra confianza como ningún arte podría hacerlo, ni ningún reloj podría calcular: «El paisaje contiene un millar de esferas que indican la división natural del tiempo, las sombras de un millar de agujas que marcan la hora». Su maquinaria es inmortal tanto como invisible, y se manifiesta por la rutina de la luz del sol y la belleza de los días. Lo sabe bien Bruckner, acostumbrado desde niño a los montes de Austria y Suiza, que ha experimentado la diferencia entre la relativamente fácil manera de coronar una montaña y, muy al contrario, hacer cumbre, algo que ocurre a posteriori, cuando uno está de vuelta de la ascensión y ha digerido el camino, dándole un significado. En su caso, el lema principal es que, cuanto más alto se sube, más cercano es el reencuentro con su juventud, de modo que los dos últimos libros del escritor se intercomunican y se complementan.

De hecho, sigue en la línea autobiográfica, pues se recuerda de muy pequeño sintiendo la atracción por las montañas que nunca le iba a abandonar y que ha convertido en materia de meditaciones. «Cuando asciendo por encima de los 1.000 metros, respiro mejor, siento una euforia particular, el éter me embriaga, airea mi cerebro, libera endorfinas. Algo hace que me eleve por encima de mí mismo. Los torrentes que braman y se desbordan de su lecho me exaltan. Me siento en casa», escribe el anciano que es, liberado de súbito de su edad real, viéndose perennemente joven. Sin embargo, quien no haya degustado el placer y el esfuerzo de subir una montaña ¿entenderá que ascender y descender es una metáfora de la propia existencia, esto es, nacer y abrirse paso solamente para acabar en la muerte?

Las nieves de antaño

Mil y un simbolismos y alegorías podrían asociarse al hecho de escalar una montaña, de orden filosófico, naturalista, etcétera. «No es la fe la que mueve montañas, son las montañas las que mueven nuestra fe y nos desafían a acometerlas», dice en un momento dado, siendo consciente de que, en la soledad de la naturaleza, es imposible estar solo de verdad por el mero hecho de compartirla con cualquier animal que surja al paso: «Todo me conmueve en la vaca: su mirada húmeda y compasiva, sus largas pestañas rizadas, su morro mojado, su piel moteada, sus anchos flancos, su cuerpo fabuloso y el relieve de las venas azuladas de las ubres. Hasta sus boñigas son una muestra de regeneración de la tierra. Ella es la madre universal que nos protege. El simple sonido de su esquila me hace estremecer». Con fragmentos como estos, no extraña que Bruckner sea un hombre comprometido con el trato humano a los animales, el hecho de que se esté produciendo un calentamiento que afecta a los glaciares o que, en las últimas seis décadas, la duración del invierno se haya acortado casi un mes.

No en vano, para el autor la nieve ha sido un paisaje fundamental en su vida, y a ello dedica uno delos primeros capítulos. Asimismo, el libro también es una vía para conocer los antecedentes familiares del escritor, con un padre antisemita y seguidor del Tercer Reich, así como los lugares montañosos que han pisado o descrito diferentes poetas o filósofos, como Nietzsche y Sils Maria, a 2.000 metros de altitud, donde concibió a su personaje Zaratustra, y también Erri de Luca, Sylvain Tesson, Roberto Calasso o Ferdinand Ramuz. Con referencias como estas y su ejercicio de introspección y memoria, Bruckner explica cómo «uno se enamora de una montaña antes de emprender la ascensión». Eso, desde luego, no quedará exento del peligro que la naturaleza puede suponer en cualquier instante imprevisible, en especial cuando una tormenta se desata encontrando al alpinista en plena elevación.

Pero esto también es una lección para el autor, que se hace eco de las aventuras mortales de varios escaladores, de temperamento heroico, y que podría corresponder con esta descripción: «¿Qué es un enamorado de la montaña? Es alguien que se estremece de placer con la primera nieve sobre los prados, tiembla ante el pináculo soleado de una cumbre, siente un nudo en la garganta ante el minarete de un pico. Y se complace en que el Everest ascienda cinco milímetros cada año».

Publicado en La Razón, 29-VII-2023