Probablemente, no estaríamos demasiado equivocados si afirmásemos que El Tema libresco por antonomasia de los últimos setenta años ha sido el nazismo y todo lo derivado de él, ya sea la recuperación o traducción de obras desconocidas en nuestra lengua, o la publicación de novelas históricas o de suspense, investigaciones históricas… en torno al Tercer Reich, Hitler, la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto, los campos de exterminio y mil asuntos más que tocan todos los géneros. De tal modo que es absolutamente imposible que mes a mes, en las mesas de novedades de cualquier librería del mundo no aparezcan libros relacionados con una temática que, frente a su abundancia inabarcable, presenta desde estudios útiles y contrastados hasta una narrativa contagiada de tópicos peliculeros, romanticismo empalagoso o épica afectada.
Entre estos libros oportunistas, por fortuna, se cuelan textos de una extraordinaria gravedad y trascendencia, como el que ahora se presenta en español, “Crematorio frío” (traducción de Eszter Orbán), de József Debreczeni (Budapest, 1905-Belgrado, 1978), un periodista húngaro, un superviviente de los campos de exterminio. El libro se publicó por primera vez en 1950, pero no se difundió en otras lenguas, de modo que pasó inadvertido prácticamente. El azar y los caprichos editoriales, la hipocresía social o circunstancias de la política del momento decantan la balanza hacia un lado u otro, de tal modo que Debreczeni no pudo gozar del reconocimiento de un tal Primo Levi, por ejemplo, a la hora de destacar su aportación a la literatura del Holocausto.
“El largo tren de bajos vagones de mercancías y con distintivos alemanes se detenía.” Este es el inicio de un relato extremadamente duro, necesario de conocer para aceptar nuestra historia: la que nos debería a pensar en las víctimas de tantos y tantos confinamientos, el más célebre, claro está, el de Auschwitz, aunque hubo miles de campos y subcampos durante el régimen nazi: Arbeitsdorf, Bergen-Belsen, Buchenwald, Dora-Mittelbau, Flossenbürg, Neuengamme, Ravensbrück y Sachsenhausen, en Alemania; Belzec, Chelmno, Gross-Rosen, Majdanek, Plaszow, Sobibor, Stutthof y Treblinka, en Polonia; Kaiserwald y Vaivara, en Letonia; Klooga, en Estonia; Mauthausen, en Austria; Natzweiler-Struthof, en Francia; Theresienstadt, en la República Checa; Vught y Westerbork, en los Países Bajos.
Centenares de campos
Además de estos campos de concentración o de trabajos forzados, había campos de tránsito donde se reunía a los judíos que más adelante eran deportados en trenes a los campos de exterminio, como Westerbork, en los Países Bajos, Mechelen, en Bélgica, Gurs y Drancy, en Francia, y Bolzano y Fossoli di Carpi, en Italia. Echar un vistazo a un mapa en que se indique el inmenso número de campos resulta del todo escalofriante. Según los informes de las SS, había más de 700.000 prisioneros registrados en los campos de concentración en enero de 1945. Habían pasado seis años desde que estos sitios se habían vuelto fundamentales para la producción de armamento para la guerra y por el camino habían muerto millones de seres humanos.
El Museo del Holocausto de Washington informa de que la escasez de mano de obra en la economía de guerra alemana se volvió crítica tras la derrota de Alemania en la batalla de Stalingrado en 1942-1943; como consecuencia, aumentó el uso de los prisioneros de los campos de concentración para realizar trabajos forzados en las industrias alemanas de armas, de ahí que durante los años 1943 y 1944 se establecieran centenares de subcampos en plantas industriales o cerca de ellas. Los subcampos solían ser más pequeños y estaban administrados por los campos principales, los cuales les enviaban la cantidad de prisioneros requerida.
Debreczeni cuenta cómo a él y a otros muchos les meten en un vagón dos días y medio antes, “en Topolya, y desde entonces solo nos habíamos detenido dos veces, durante algo más de uno o dos minutos. En una de las ocasiones nos entregaron un caldo diluido a través de un agujero por el que apenas cabía la mano que sostenía el cuenco”. Así, el autor va narrando cada fase de aquel vía crucis infernal, con grandes dotes de observador: de “niñas, de quince, dieciséis, diecisiete años. Habían aprendido a hacer una reverencia educada”; de “hombres. Viejos y jóvenes. Pequeños colegiales curiosos, adolescentes despeinados. Hombres. Maduros, entrados en años, ancianos. Corren y corren. Hace dos días que no han tenido la oportunidad de hacer sus necesidades. Abren las piernas, se acuclillan. Orinan impasibles, agazapados como animales. La orina forma charcos. Alrededor de ellos los doce gendarmes con flamantes uniformes verde hierba no les quitan ojo de encima”.
Chimeneas humeantes
Se trata de animalizar a los seres humanos, de arrebatarles cualquier atisbo de dignidad. Ya en el tren se los cadáveres se amontonan en un rincón; algunos enloquecen y braman durante horas, agreden a otros en su delirio, hasta que los ametrallan los gendarmes. Entre los condenados, por ejemplo, está el equipo editorial completo del que fuera el mayor diario húngaro de Yugoslavia, pero pese al año, 1944, “ninguno de nosotros sabíamos nada de Auschwitz”. Debreczeni contempla al llegar a aquel matadero los barracones con chimeneas humeantes, y contempla una situación que no puede ser más desgarradora: el hecho de cómo apartan a las mujeres y los hombres, impotentes y llorosos, ven cómo se alejan sus mujeres, madres e hijas, hasta que llega el enésimo detalle sobrecogedor: hay que desfilar delante de los guardas y esperar una señal: “A la derecha o a la izquierda. A la vida de esclavo o a la muerte por gas”.
Se suceden las carretas que transportan cadáveres, las casetas de madera donde “los desbocados asesinos de la locura racial han hacinado a cientos de miles de deportados de todos los rincones de Europa”; “Los hombres esqueleto acarrean vigas, cajas y barriles o empujan carritos”… En fin, se despliega la aberración humana más escalofriante, pero cabe decir que ela autor no se limita a describir las atrocidades, sino que reflexiona sobre el sistema jerárquico e infraestructura que levantó la red de campos, muchas veces desde coordenadas psicológicas bien profundas, pues no en vano “sus inventores conocían los diferentes estratos de los instintos de la psique humana”. De esta forma, Debreczeni habla, por ejemplo, de los negreros que, a cambio de su repugnante trabajo, “recibían la propina –además de mejor ropa y mejores oportunidades de robo– el poder mismo, esa droga más embriagante que cualquier otra. Un poder infinito sobre la vida y la muerte”.
Asimismo, a efectos de comprender cómo se establecía la gobernanza de un lugar de explotación y muerte, es realmente interesante cómo aparece especificado semejante sistema jerárquico: el escalafón más bajo era el “kapo” raso, que llevaba destacamentos de diez o quince obreros a los lugares de trabajo de las empresas que se encargaban de las construcciones; por un esclavo, las empresas pagaban 2 o 2,5 marcos alemanes. Otros capataces civiles o guardas pegaban a los presos con una porra, un látigo o una barra de hierro. Ese “divide et impera” los nazis lo tenían claro: había que enfrentar a las propias víctimas a través de lo que el autor llama, tan expresivamente, “furia sádica” que llevó a su “culminación en Auschwitzlandia, ese Estado fantasmagórico que apestaba a excrementos”. La frase de Dante, citada en el libro, no podía ser más adecuada: “Lasciate ogni speranza”.
Publicado en La Razón, 23-III-2024