sábado, 10 de agosto de 2024

Entrevista capotiana a Francesc Baena

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Francisco Baena, que aquí responde como narrador y protagonista de El caso de las almendras garrapiñadas.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría? El hotel donde trabajo como recepcionista nocturno (me han vuelto a admitir después de prometer que no me pondré allí a escribir la segunda parte de mi novela). Se puede imaginar el montón de cosas que se pueden hacer allí dentro, y la cantidad de variados objetos que los clientes se dejan allí olvidados.

¿Prefiere los animales a la gente? De niño torturaba a las lagartijas. Es una de las pocas bastantes muchas conductas de mi pasado de las que me arrepiento sinceramente. Hasta hace bien poco, me resultaba simpático cualquier animal, incluidas los mosquitos y las arañas, y me había convertido, como se suele decir, en una persona incapaz de hacer daño ni siquiera a una mosca. Pero un mal día del año pasado mi concepto de la fauna y mi alma en general, experimentaron un verdadero cambio de paradigma: un gran perro American Stanford me clavó un buen bocado en mi pierna derecha, que me hizo ver las estrellas y me tuvo un mes de baja laboral. Por poco me deja cojo de por vida. Hoy día, cada vez que me cruzo con un perro, un gato o cualquier otro bicho, tengo que reprimir el impulso de asestarle un puntapié y hacerlo volar por los aires. Supongo que debería aprovechar esta feliz anécdota como estímulo para iniciar otra novela. Todo se andará. Dicho esto, prefiero la gente, pero me temo que es la gente la que no me prefiere a mí.

¿Es usted cruel? Como dije, lo fui con las lagartijas, cosa que ya calmó para siempre mis instintos más sádicos. Aunque, pensándolo bien, cuando por casualidad oigo a alguien elogiar a Murakami o Paulo Coelho, me entran unas ganas locas de torturar a esa persona sin miramientos.

¿Tiene muchos amigos? Cada vez menos. A decir verdad, tras la publicación del libro y todo lo que ocurrió después, perdí a casi todos los que me quedaban. Y de amigas ya ni hablemos. Suerte de Pereira, que me sostiene.

¿Qué cualidades busca en sus amigos? Con que no salgan corriendo al verme, ya me doy con un canto en los dientes.

¿Suelen decepcionarle sus amigos? Suelo decepcionarlos yo a ellos, supongo que ya se va dando usted cuenta...

¿Es usted una persona sincera? Recibí una educación intensamente católica, apostólica y romana con lo cual, cuando digo o intento decir una mentira me bizquea la mirada, transpira mi piel, se me enrojecen las orejas, se me abre el píloro y me borborigmean las tripas. Por suerte, esta entrevista es por escrito.

¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre? Solía jugar al fútbol, ver cine, dibujar, pintar, coleccionar de todo, perder el tiempo en los bares… hoy en día solo leo y escribo.

¿Qué le da más miedo? Los coches, las motos, los patinetes eléctricos, el tráfico en general… ah, y Alaska y Dinarama y los Pegamoides y los Electroduendes… toda esa pandilla.

¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice? Leer o escuchar mis propias entrevistas… qué vergüenza, pardiez. También leer entrevistas a artistas postmodernos que nos dan la paliza con su “fluir” y con sus mundos oníricos… bueno lo cierto es que eso, más que escandalizarme, me da risa.

Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho? Solo he escrito una novela, así que no creo que me pueda considerar escritor. Ojalá pudiera dedicarme exclusivamente a escribir. De momento, sigo soñando despierto, cada noche, tumbado en la butaca, tras la recepción del hotel, escuchando las más tristes canciones de amor y de desamor, imaginando la segunda parte de “El caso de las almendras garrapiñadas”.

¿Practica algún tipo de ejercicio físico? Juego al pádel una vez por semana con Pereira, Farré y Farrús. Y paseo cada tarde, de mi casa hasta casa de mi tío Federico, por no perder la costumbre.

¿Sabe cocinar? Estoy aprendiendo. Todavía se me queman las almendras, pero no me rendiré hasta que me queden bien crujientes y sabrosas.

Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría? Sin dudarlo un instante, a mi tío Federico, por supuesto. O a Jean Valjean. O a Rodión R. Raskólnikov. O a Gregor Samsa. O a Sancho Panza. O al Pijoaparte. O quizá, por encima de todos, a la Colometa.

¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza? Compañía.

¿Y la más peligrosa? Neoliberalismo.

¿Alguna vez ha querido matar a alguien? No, pero me gustaría borrar de la historia del arte a cantamañanas como Rothko, Duchamp y Warhol; tal y como hace E. H. Gombrich, con gran criterio, en su archiconocida “Historia del Arte”.

¿Cuáles son sus tendencias políticas? Prefiero no confesarlo, básicamente para no perder a los pocos amigos que me quedan.

Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser? Argentino, por el acento. Turco, por el pelo. Chileno, por su talento. Dominicano, por su ritmo sabrosón. Y George Harrison, por su nombre. Lo que no querría ser es pirata cojo, con pata de palo, con parche en el ojo y con cara de malo. Eso nunca.

¿Cuáles son sus vicios principales? La naranja tropical (helado que ni es naranja ni tropical, pero es típico de Lleida y es delicioso), las ensaimadas de cabello de ángel y… las almendras garrapiñadas, claro.

¿Y sus virtudes? Mi cuerpo escultural, mi bello rostro, mi personalidad arrolladora, mi sobrada inteligencia y, sobre todo, mi sentido del humor. Es broma, creo que es un chiste de Eugenio. ¿Reconocerse a uno mismo como un ser insignificante y ridículo cuenta como virtud? Pues esa. Y la lealtad hacia mi familia, por supuesto.

Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?  Si “mi vida entera pasara ante mis ojos” me gustaría hacer pausa en cierto verano en Tossa de Mar en que… lo que sigue es muy X.

T. M.