Honrar la cultura nipona
El lector tiene una prueba de ello gracias a la novela de 1954 «El color prohibido», disponible en español, como tantas de sus obras, en la editorial Alianza; una obra aquella que contaba la historia de un triángulo amoroso infructuoso –un escritor sexagenario y dos jóvenes, un hermoso chico gay y una muchacha– ambientado en el Tokio de la posguerra. Qué clase de dolor, de rabia, de impotencia, recorrería a Mishima para, luego de visitar a su editor para darle la última parte de su tetralogía, ser capaz de entrar en el cuartel de la Fuerza de Autodefensa, con cuatro hombres del comando de extrema derecha que había fundado y, con la excusa de visitar a un general para enseñarle una valiosa espada, maniatar a éste y reducir a los guardias. Entonces, sale al balcón para proclamar sus arengas a un público que hasta se mofa de él, y luego, se deja el torso desnudo, se asienta sobre los talones y, tras gritar tres veces «larga vida al emperador», se clava una daga.
Tal cosa la tenía ensayado como actor en la película «El rito del amor y de la muerte», y a continuación se dejó decapitar al fin por un compañero, Furu Koga, que necesitó tres tentativas para lograr el propósito de cortarle la cabeza a él y al que fue probablemente el amante del autor, Masakatsu Morita. Clavarse una daga o una espada en el estómago representaba para Mishima «la masturbación definitiva», una explosión de vida y muerte. Sin duda, una suprema contradicción al hilo de lo que dejó escrito en una nota hallada en su escritorio póstumamente: «La vida humana es breve, pero yo quisiera vivir siempre». Lo explica Juan Antonio Vallejo-Nájera en «Mishima o el placer de morir» (Planeta, 1995), en que habló de la importancia de tal muerte ceremonial y de tan elevada dignidad.
Toda esta trayectoria está reflejada en «Yukio Mishima. Vida y muerte del último samurái» (La Esfera de los Libros, 2020), en que Isidro-Juan Palacios intentó desvelar ese «misterio envuelto en arte» de «cómo un hombre, en la cima de la celebridad y la gloria, pudo morir así como lo hizo». Este autor nos llevaba al Japón premoderno de la infancia de Mishima y al que se occidentalizó tras la Segunda Guerra Mundial, a lo largo de unos años que dieron pie a una ingente cantidad de libros pese a la muerte temprana del autor, a los cuarenta y cinco años, dejando «entre novelas, ensayos, cuentos, piezas teatrales, guiones cinematográficos... doscientas cuarenta y cuatro obras». Palacios, además, entre otras curiosidades, remarcaba que Mishima conocía a la perfección varios estilos de su lengua, así como el japonés medieval, que fue un perfecto calígrafo, un maestro de kendo, piloto de reactores, atleta y orador consumado; y evocaba a otra cumbre de la literatura japonesa, Yasunari Kawabata, Premio Nobel en 1968, que dijo de él: «Un genio como Mishima solo aparece en la humanidad cada trescientos o cuatrocientos años».
Publicado en La Razón, 3-I-2025