En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Pedro Hernández Soria.
Si tuviera que vivir en un solo lugar,
sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría? Andalucía sin veranos.
¿Prefiere los
animales a la gente? Depende de para qué…
¿Es usted
cruel? Nunca
en caliente.
¿Tiene muchos
amigos? Los
cuento con los dedos de un muñón.
¿Qué cualidades
busca en sus amigos? Que no pretendan herirme. Que sean capaces de comprender cómo soy,
lo que soy. Que sean humildes y sepan celebrar la magnanimidad del otro. Y que
me exijan todo esto a mí también.
¿Suelen
decepcionarle sus amigos? Sí.
¿Es usted una
persona sincera? No suelo. En parte, porque tampoco suelo hallar nada con lo que
sincerarme: me cuesta tomarme en serio. Supongo que de ahí nace la creación de
personajes, de la indeterminación identitaria del autor. Coincido plenamente
con quien dijo: “no tengo por qué estar de acuerdo con lo que pienso”.
¿Cómo prefiere
ocupar su tiempo libre? Entregándome sin pudor a mis necesidades. Todo lo que no me es necesidad
me es trabajo.
¿Qué le da más
miedo? Los
centros comerciales. La gilipollez invasiva. Los herederos de Dios.
¿Qué le
escandaliza, si es que hay algo que le escandalice? Como se dice en mi novela, Apuntes del llano, el grito
regularizado, banalizado, el grito bobo, de chácharas, de marujeo
autocomplaciente, el grito empleado sin pasión ni técnica en la cotidianidad.
Me escandaliza que me griten.
Si no hubiera
decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho? Aguantaría menos las ciudades
y a los ciudadanos. Me haría guardabosques, seguramente.
¿Practica algún
tipo de ejercicio físico? Cuando me asalta una idea, deambulo sin término por los pasillos y
estancias de mi casa.
¿Sabe cocinar? Sí, y lo disfruto.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje
inolvidable», ¿a quién elegiría? He pensado en Yukio Mishima. Muchos
novelistas suelen vivir de puertas para adentro, inactivamente, con cierta
cobardía, volcando en la ficción sus propensiones frustradas. Cuando no,
ocurren casos apasionantes como el de Mishima. También he pensado en Hernán
Cortés.
¿Cuál es, en
cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza? Creo que las palabras están
más relacionadas con la desesperanza, con una ansiedad e impotencia colectiva.
La esperanza es indudablemente muda.
¿Y la más
peligrosa? Posible.
¿Alguna vez ha
querido matar a alguien? Sí.
¿Cuáles son sus
tendencias políticas? Fluctúo entre múltiples formas de antimercantilismo y el
desentendimiento político del isleño de una tribu ágrafa que parte un coco.
Si pudiera ser
otra cosa, ¿qué le gustaría ser? Qué pregunta tan difícil. Uno de mis personajes escribe que
quisiera vivir inmortal e infinitamente confinado en un cuarto sin ventanas y
desprendido de toda conciencia. Yo creo que se puede aspirar a más. Me gustaría
ser el Archipiélago Japonés, los Andes, el Sáhara, el Mediterráneo, el Caribe.
El último amanecer que el último neandertal contempló. Un fa sostenido. El
pintalabios de una mujer inteligente.
¿Cuáles son sus
vicios principales? El principal podría confundirse con la pereza, pero es diferente:
sufro el vicio de rehuir todo tipo de esfuerzo por una especie de convicción
moral dogmática.
¿Y sus
virtudes? Me
enternecen muchas cosas. No es algo práctico, pero sí virtuoso.
Imagine que se
está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la
cabeza? Sinceramente,
ninguna. Creo que me invadiría una nostalgia sin imagen de todo lo que no fue
mi vida.
T. M.