lunes, 8 de septiembre de 2025

Una Rusia distópica, corrupta y grotesca

Vladímir Sorokin (Moscú, 1955), una de las voces más provocadoras de la literatura rusa actual, encontró en Alfaguara un canal sólido hacia el lector en español. En novelas como «El día del opríchnik» y «El hielo», desplegó su mezcla de sátira política, distopía y violencia que incomodaba tanto como fascinaba. En el primer caso, imaginó una Rusia futura donde el autoritarismo se camufla con símbolos del pasado zarista. En el segundo, exploró el fanatismo y la identidad desde un ángulo casi místico; pues bien, ahora tenemos al alcance otra oportunidad para reconocer en el autor a alguien que no teme la irreverencia, y que convierte la literatura en una herramienta para sacudir conciencias: «El Kremlin de azúcar» (traducción de Jorge Ferrer).

Hacia un pasado futurista

Ese monumento efímero de azúcar, regalado a niños en Navidad y luego diseminado por toda la sociedad, se vuelve emblema de una Rusia oficial e hipnotizada, de dulzura aparente que encubre corrupción y poder abusivo. El azúcar, soluble, sugiere la fugacidad de las esperanzas populares: lo que parece majestuoso se deshace al contacto con una realidad en la que aparecen desde niños encantados hasta torturadores o presos desaparecidos. Sorokin imita formatos literarios tradicionales —crónicas festivas, epístolas, textos etnográficos— y su parodia se convierte en una herramienta de crítica política: lo reconocible se convierte en insólito, y lo solemne, en grotesco. La ambientación en 2028 fusiona tecnología de vanguardia con retroceso social, y así vemos cómo, por ejemplo, la robotización convive con las dictaduras, y hay hologramas con rituales medievales.

Publicado en La Razón, 6-IX-2025