miércoles, 19 de noviembre de 2025

La herencia de las ruinas

Con ¿Qué fue de los Lighthouse?, Berna González Harbour se aleja del terreno más reconocible de su obra —la novela negra con trasfondo social, protagonizada por la comisaria Ruiz— para adentrarse en un registro distinto, más próximo a la novela familiar con dimensión histórica y política. El cambio de tono no significa un abandono de sus intereses de fondo: la autora sigue reflexionando sobre las relaciones de poder, la fragilidad del discurso público y la tensión entre verdad y relato, pero lo hace ahora a través de una estructura más introspectiva, pausada y centrada en el conflicto privado como síntoma de, por así decirlo, una enfermedad colectiva.

La novela parte de un funeral: el del patriarca Everett Lighthouse, veterinario británico que trabajó en la antigua colonia de Tanganica, y cuya figura es evocada de forma contradictoria por sus hijos Arthur y Ben. Ese contraste inicial, entre dos formas de recordar al mismo hombre, despliega un eje temático que atraviesa toda la obra: la imposibilidad de fijar una verdad unívoca sobre el pasado, y la necesidad de interrogar las versiones heredadas, sean estas familiares, nacionales o históricas.

Harbour introduce con inteligencia a un tercer personaje clave: Asha, antigua colaboradora de Everett en África, que regresa con los diarios que él escribió durante sus años en la colonia. Su aparición rompe el esquema binario de los hermanos y aporta una perspectiva externa que complejiza el relato. A través de Asha, la autora introduce el peso del colonialismo no como tema histórico, sino como una presencia aún activa en las vidas contemporáneas. Lo hace sin caer en el didactismo ni en la simplificación ideológica, sino a través de las preguntas: ¿qué se hereda realmente de los imperios? ¿Quién tiene derecho a contar esa historia? ¿Cuáles son los efectos privados de las responsabilidades públicas? Asha es clave, pues es la portadora de una verdad que desestabiliza; no se presenta como víctima, ni como testigo privilegiado, sino como alguien que también ha elegido qué contar y qué callar. A través de ella, González Harbour desplaza el centro del relato: la historia no le pertenece exclusivamente a quienes la contaron primero, sino también a quienes fueron silenciados.

La narración se construye a partir de voces que no terminan de encajar, documentos parciales, recuerdos contradictorios. No se trata de revelar un secreto, como en sus novelas policiales, sino de mostrar cómo la verdad es, en muchas ocasiones, el resultado de un equilibrio inestable entre el silencio y la palabra. Desde el punto de vista formal, la prosa de la autora se caracteriza aquí por una contención sostenida. Es sobria, precisa, sin exceso de ornamentación, pero con una atención constante al ritmo y a la tensión interna de cada escena. Los diálogos están medidos y los monólogos interiores, escasamente sentimentales, funcionan como dispositivos de pensamiento antes que como desahogo emocional. En este registro, González Harbour demuestra notable capacidad narrativa y un control estilístico que evita tanto el melodrama como la exposición retórica.

Si se compara esta novela con obras anteriores como El pozo (2021), se advierte una clara continuidad en su interés por el desmontaje de los discursos dominantes. En aquella, el foco estaba en la manipulación mediática del sufrimiento ajeno; aquí, el análisis se traslada al ámbito de la memoria histórica y las herencias familiares. Pero en ambos casos hay una misma preocupación: cómo se construyen los relatos que organizan nuestra visión del mundo, y qué responsabilidades conllevan.

Uno de los logros del libro reside en su capacidad para vincular lo familiar con lo político sin didactismo. El conflicto entre los hermanos Lighthouse no es solo el reflejo de una disputa generacional, sino también una alegoría de una Inglaterra dividida, desconcertada por su pasado imperial y atrapada en una crisis de identidad exacerbada por el Brexit. La autora evita referencias explícitas a la coyuntura política reciente, pero su presencia se intuye: está en los discursos nacionalistas, en el miedo al otro, en la idealización de una memoria colonial edulcorada.

Si sus novelas policiales se movían en los márgenes de lo legal para hablar del poder, esta nueva novela lo hace desde los márgenes de la historia para hablar de la herencia. No solo de la herencia material o familiar, sino de la más difícil: la herencia simbólica, la ideológica, la que moldea la identidad incluso cuando se quiere negar. Por eso la pregunta del título no es solo sobre los Lighthouse como familia, sino sobre los Lighthouse como paradigma: ¿qué fue de ellos?, sí… pero también, ¿qué hacemos con lo que dejaron?

(núm. 901, noviembre 2025)