El fracaso es detenerse
Una historia que tratase la censura en tiempos de McCarthy, quien ordenó la retirada de ciertos libros de las bibliotecas por «corruptos», no iba a ser fácil que viera la luz. Bradbury detalla la génesis de la novela y estas dificultades en el postfacio de la edición especial que Minotauro lanzó por los cincuenta años del libro en el 2003. En verdad, “Fahrenheit 451” fue acumulando rechazos hasta que apareció un editor que preparaba una revista que daría que hablar, “Playboy”, y allí, entre chicas desnudas y las llamas de los libros prohibidos, emergería de forma definitiva la carrera literaria de este hombre cuya actitud frente a la literatura, desde que empezara a publicar cuentos en revistas y viera la luz su primer libro, “Carnaval oscuro” (1947), adquiere un carácter cada vez más valioso en el mundo cultural contemporáneo, presionado por el mercado y las etiquetas. Pues su integridad radica en algo obvio pero fundamental: la fidelidad a sí mismo por encima de cualquier otra cosa, y con una disciplina y regularidad increíbles desde que, a los doce años, recibiera una máquina de escribir con la que se propuso cada día redactar al menos mil palabras el resto de su vida, teniendo claro muy pronto que el único fracaso en el arte consiste en detenerse, en abandonar.
Pero, antes de esa obra, Bradbury ha ido escribiendo una serie de textos dispersos sobre una conquista fantasmagórica de Marte ambientada en 1999 y que acabarán por cobrar forma gracias a ese viaje a la Gran Manzana, al sugerirle su agente y un editor que formara un libro de carácter unitario. De allí Bradbury volvería con dos contratos: el de una reunión de cuentos, “El hombre ilustrado”, más el de “Crónicas marcianas”. Jorge Luis Borges, no demasiado dado a atender obras contemporáneas en su edad madura, se quedaría prendado ante esta joya de la ciencia ficción: «¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad?», escribió.
Ya con un nombre hecho, Bradbury se interna en otros proyectos igualmente asombrosos, como “Sombras verdes, ballena blanca”, un trozo de su vida, una memoria literaturizada de su estancia en el Dublín de 1953, donde trabajó en el guion de la película “Moby Dick” (1956), con Gregory Peck y Orson Wells. La novela ―concebida también primero como un libro de cuentos― era el testimonio inquietante de un hombre ante una sociedad que le sorprendía continuamente: al comienzo, en pleno invierno, el protagonista se siente extraño y solo en una tierra lluviosa, en una ciudad gris, pero en ese momento comienza a descubrir, gracias a un grupo de pintorescos personajes que frecuentan una taberna, el carácter irlandés: una personalidad cínica, ingeniosa, obsesionada con el alcohol, y sobre todo, basada en la amistad.
Alejado de lo tradicional
Vemos así que incluso su obra novelística se concibió desde el relato, y ahora tenemos la ocasión de conocer una nutrida selección de su narrativa corta gracias a “Cuentos” (traducción de Ce Santiago, edición de Paul Viejo y prólogo de Laura Fernández). Bradbury escribió cientos de cuentos, y esta edición reúne una parte esencial de ellos: los hay cuentos líricos y otros de tono contundente y seco; hay relatos de horror psicológico, piezas de corte casi realista, distopías sutiles, parábolas ecológicas, juegos metaliterarios... Lo que los une no es el género, sino la mirada, profundamente humana pese a presentar horizontes fantásticos, pues, aunque Bradbury fue un escritor de su tiempo —el de la posguerra, la carrera espacial o el auge de la cultura popular estadounidense—, su voz trascendió cualquier época al no abusar de la ciencia ficción técnica; muy al contrario, en sus mejores cuentos, la ciencia apenas funciona como pretexto o telón de fondo. Lo esencial es siempre lo humano: el miedo, la soledad, la infancia, el deseo de pertenecer, la necesidad de recordar. En estos “Cuentos” el lector comprobará que sus historias pueden estar ambientadas en Marte, en casas automatizadas o en suburbios de unos Estados Unidos que ya no existen, pero lo que está en juego es universal y profundamente reconocible.
En suma, el miedo psicológico que inspiran las historias de Bradbury parte de lo que somos y nos rodea. El marciano no es una criatura monstruosa, sino el reverso del humano: lo fantasmal, lo invisible, lo peligroso. Ese mundo nuevo tendrá que ser invadido, conquistado y controlado por hombres que han de reinventar un mundo ya existente, destruyendo para construir, copiándose a sí mismos para extender sus hábitos sin un proceso de mejoría. Por ejemplo, en «La elección de los nombres», los colonos renombran los lugares con los nombres habituales que les rodeaban en Estados Unidos: las colinas, los pueblos e incluso los cementerios, hasta que lo burocrático se yergue en el patrón fundamental: todo se cataloga, y es entonces cuando nuevas oleadas de habitantes ocupan el planeta.
En otro cuento, “Vendrán lluvias suaves”, una casa automática sigue cumpliendo su rutina diaria mucho después de que sus habitantes —y probablemente toda la humanidad— hayan desaparecido. El texto, breve y devastador, no necesita ninguna explicación científica para funcionar: su poder está en la tensión entre el automatismo de la máquina y la ausencia de los cuerpos que le daban sentido. La escena final —una sombra humana carbonizada en la pared, el último eco de una presencia— dice todo sobre el destino de nuestra especie. Pues bien, todo ello de algún modo empezó a los veintidós años, cuando comprendió que había escrito su primera historia destacable. «Escribí el título, “El lago”, en la primera página de una historia que se terminó dos horas más tarde, sentado ante mi máquina en un porche, al sol, con lágrimas cayéndome de la nariz y el pelo de la nuca erizado», dijo, porque «por fin había escrito un cuento realmente bueno. Y no solo era un buen cuento sino una especie de híbrido, algo al borde de lo nuevo. No un cuento de fantasmas tradicional». No en vano, en toda la trayectoria de Ray Bradbury no hubo nada tradicional, ni consabido, ni previsible, sino fantásticamente real.
Publicado en La Razón, 8-XII-2025
