De vez en cuando sucede el milagro: parece que la crítica literaria, tan influyente y con tantas ramificaciones a lo largo del siglo XX, ya nos ha dicho cuáles son las obras canónicas, y entonces surge un texto magistral sobre el que es de rigor una primera y fulminante duda: por qué no sabíamos de él, qué métodos incompetentes habían provocado que los estudiosos lo hubieran pasado por alto. Esto es lo que ocurre con El niño perdido, de un ya de por sí perdido Thomas Wolfe –muerto a los treinta y ocho años por neumonía–, cuyo desbordante talento es notorio en El ángel que nos mira (1929); un autor incomprendido, pese a la admiración que le profesó Faulkner, y repudiado por sus colegas por su estrecha relación con el paternal editor Maxwell E. Perkins (que también lo fue de Fitzgerald y Hemingway), que lo ayudó sin descanso a pulir sus textos tan potentes como abrumadores.
Contrastan sus cuatro mastodónticas novelas –están traducidas al español la mencionada Look Homeward, Angel (1929) y Del tiempo y el río (1935)–, con este relato breve y denso que recrea un año, 1904, y un lugar, el Saint Louis que vivió su gran Exposición Universal. El poético estilo de Wolfe, de una hermosura excelsa (la traducción es de Juan Sebastián Cárdenas), presenta un sentimentalismo delicado y simbólico, pues siempre la luz y el tiempo trapasan el texto a través de la alegoría de que todo cambia y pasa, permanece y desaparece. Tal es la memoria, o el dolor del recuerdo más bien, de la tragedia del hermano de Wolfe, que murió a los doce años. El olor de la infancia, la reacción de la familia frente a la enfermedad del pequeño Grover, el Sur y las minúsculas cosas en las que se fija un niño marcan esta auténtica obra maestra publicada en 1937, un año antes de la propia muerte del escritor.
Publicado en La Razón, 17-XI-2011