Cada vez dando un paso más allá, sutil, cuidadoso, murmurante, José Ángel Cilleruelo va perfeccionando su arte para las historias de extensión media. Y así llegamos a su última historia, la mejor de todas las que ha escrito, Ladridos al amanecer.
En aquellos primeros cuentos que el poeta y traductor y crítico y tantas cosas más publicó hace un par de lustros –véase aquí–, ya se intuía que su concepción narrativa tendería más al ambiente que a lo explícito, a lo no dicho que a lo expuesto sin ambages. Cilleruelo es nieto de Kafka: presenta entornos asfixiadores, pero tan cercanos y transidos de historia reciente que no nos damos cuenta de su claustrofobia; y es hijo de una forma de escribir, orientalizante –y no sólo por textos tan directamente demostradores de ello como Una sombra en Pekín–, que enmarca en nouvelles mediante un conjunto de relaciones interpersonales tan contenidas como apasionadas.
La guerra, digámoslo ya, desde Al oeste de Varsovia (2009), se ha convertido últimamente en ese fondo de un teatro donde los personajes sobreviven como si a la vez fueran espectadores del patio de butacas: viven su drama y al tiempo se miran en él, se reconocen en él. He aquí lo que le pasa al más joven de los dos hermanos que aparece en Ladridos al amanecer, contraste con su hermano mayor, emprendedor, algo fanfarrón, imparable. Ambos sufren la Alemania bélica, y luego los entresijos, los laberintos, los tejemanejes de la burocracia, la administración, la política en definitiva, en dos tiempos, el pasado de su infancia y la contemporaneidad de su madurez.
No es una literatura que conceda facilidades la de Cilleruelo: a mí me produce el suave desasosiego de que entre líneas cabe algo que descifrar; de ahí que la relectura sea un ejercicio en su caso tan puro como estimulante, de ahí el disfrute de placer lector y ansiedad por ser capaz de alcanzar todo lo que se cuenta. Como reclamaba Kafka, hay que leer libros que nos desconcierten, que nos atraviesen, que nos exijan romper con nuestros moldes. Cilleruelo logra hacer ese tipo de libros, y además con un estilo que destapa su trayectoria poética: “Nunca he visto la noche de la noche”, leo al comienzo de la novela, y este ejemplo muestra cómo el autor ha desarrollado un tono narrativo que goza de un lirismo cautivador.
La guerra, digámoslo ya, desde Al oeste de Varsovia (2009), se ha convertido últimamente en ese fondo de un teatro donde los personajes sobreviven como si a la vez fueran espectadores del patio de butacas: viven su drama y al tiempo se miran en él, se reconocen en él. He aquí lo que le pasa al más joven de los dos hermanos que aparece en Ladridos al amanecer, contraste con su hermano mayor, emprendedor, algo fanfarrón, imparable. Ambos sufren la Alemania bélica, y luego los entresijos, los laberintos, los tejemanejes de la burocracia, la administración, la política en definitiva, en dos tiempos, el pasado de su infancia y la contemporaneidad de su madurez.
No es una literatura que conceda facilidades la de Cilleruelo: a mí me produce el suave desasosiego de que entre líneas cabe algo que descifrar; de ahí que la relectura sea un ejercicio en su caso tan puro como estimulante, de ahí el disfrute de placer lector y ansiedad por ser capaz de alcanzar todo lo que se cuenta. Como reclamaba Kafka, hay que leer libros que nos desconcierten, que nos atraviesen, que nos exijan romper con nuestros moldes. Cilleruelo logra hacer ese tipo de libros, y además con un estilo que destapa su trayectoria poética: “Nunca he visto la noche de la noche”, leo al comienzo de la novela, y este ejemplo muestra cómo el autor ha desarrollado un tono narrativo que goza de un lirismo cautivador.