Estamos acostumbrados, al leer la narrativa de Pirandello –la editorial Nórdica acaba de publicar todos sus relatos en un volumen de 2.300 páginas–, a que, en el mejor estilo chejoviano, ya en el primer párrafo del texto se nos abra el presente de los personajes y sus pequeños dramas que, de la mano poética del autor siciliano, son transformados en aventuras que nos atrapan y emocionan. La excluida, su primera novela, escrita en 1893 pero publicada en 1901, no alcanza la magnitud de El difunto Matías Pascal, o la genialidad de su última obra, Uno, ninguno y cien mil –siempre con el problema de la identidad personal como argumento–, pero en ella se perciben los rasgos que harán del autor siciliano un maestro en literaturizar esas tragedias del corazón.
Justamente, en una dedicatoria a la edición de 1907 de La excluida, Pirandello hablaba de cómo la vida está llena de contradicciones, de “vicisitudes ordinarias”, de “simplificaciones ideales y artificiosas”. Eso es lo que le estimuló a la hora de escribir, adoptando además un tono humorístico que, en el caso que nos ocupa, es tan sutil como corrosivo, pues el tema es grave: un hombre, Rocco, cree que su esposa le ha sido infiel e incluso la echa de casa; la novela seguirá el rastro de la supuesta traición, la forma en que la familia se lo toma y el modo en que ella, Marta, hace un viaje de ida y vuelta, podríamos decir, a la manera del Salina de El Gatopardo: todo cambia para que todo siga igual.
“Exclusión sin culpa, aceptación con culpa”, titula el traductor Gian Luca Luisi el epílogo en que alude a los conceptos de culpa y exclusión, pues Marta es a ojos de los demás culpable, lo que la lleva a estar “excluida de la sociedad y recluida en un mundo interior en el que nadie puede entrar”. Mundo al que ahora tiene acceso el lector y que le ofrece un asunto novelesco tan antiguo como actual.
Publicado en La Razón, 29-XII-2011