La escena, dickensiana, paradigma del confort, de la calidez familiar, es tópica, quizá ya se haya extinguido en los hogares, pero pervive en el imaginario colectivo y sobrevivirá como sólo sobreviven las estampas populares: unas cuantas personas cantan un villancico en una noche de Navidad. ¿Ejemplos? «Hacia Belén va una burra», «Campana sobre campana», «Noche de paz», «Los peces en el río»… Sabemos que un villancico es una composición poética de contenido religioso, sobre todo en torno a motivos navideños, pero lo que aún podremos descubrir sobre este género es mucho, y Silvia Iriso se ha encargado de facilitarnos la tarea en la mejor de las fechas para ello.
Esta filóloga, experta en Lope de Vega y en El Quijote, ofrece una antología que nos evoca las canciones apuntadas y nos invita a conocer la evolución del villancico, sus quinientos años de historia, origen y desarrollo a partir de tres etapas: «De la villa a la corte. Villancicos del Renacimiento», «En el templo. El espectáculo barroco» y «La estrella, la luna y el Niño en la cuna. Edad contemporánea». «La canción propia del “villano” (el vecino «raso» que habitaba una villa o aldea) no podía sino llamarse «villanesca», «villancico», «villancete»», aclara Iriso, que ha encontrado por primera vez el vocablo en la obra del Marqués de Santillana, y es que, como este autor o «Íñigo López de Mendoza, otros poetas cultos se sintieron atraídos por los cantarcillos que debían de oír en las calles, en los campos y por los caminos. Y los tomaron para, a la vez, “remendarlos” a su manera». Haciendo de ello, añade, estribillos para sus poemas.
He aquí el establecimiento del villancico: un estribillo popular sobre amores o el tópico del «carpe diem» completado por unas estrofas que lo glosan y se cantan. En ¿Hay música en el hombre? (2006), el etnomusicólogo y antropólogo social John Blacking decía: «La música es un producto del comportamiento de los seres humanos, ya sea formal o informal: es sonido humanamente organizado». La definición podría servir para el surgimiento del villancico, de su rasgo tan humilde como refinado. No en balde, como señala Iriso, a mediados del siglo XV aparecen cancioneros que empiezan a recoger villancicos, lo cual afianza el género. A comienzos del XVI, los eclesiásticos los han incorporado a su mensaje religioso.
Iriso explica esta transición del villancico hasta asociarse al calendario litúrgico en pleno Barroco, y cómo en el siglo XVIII sufrió una suerte de decadencia. Pero la voz popular es indomable: en las casas, escuelas o iglesias se siguieron cantando villancicos acompañados por panderetas o zambombas. En el XX, la generación del 27 renueva la tradición, caso de los poemas de Rafael Alberti incluidos en el libro. Algunos poetas de los últimos decenios hicieron un guiño al villancico –José Hierro, Victoriano Crémer o Luis Rosales– conscientes del rico legado anónimo o de poetas renacentistas como Juan del Encina o Juan Vázquez.
Encontramos villancicos que glosan asuntos de desamor, del gozo del presente y para cantar en iglesias. Pero, lógicamente, el lector se sentirá del todo familiarizado con aquéllos cuyas letras quedaron fijadas a finaless del XIX y que son similares a los actuales: «Arre borriquito, / arre, burro, arre, / anda más deprisa, / que llegamos tarde»; «En el portal de Belén / hay estrellas, sol y luna, / la Virgen y San José / y el niño que está en la cuna»; «Campana sobre campana / y sobre campana una, / asómate a la ventana / verás al niño en la cuna». Imposible leer estos versos y no sentir su melodía, ya instalada en nuestro ADN popular, familiar, navideño.
Publicado en La Razón, 15-XII-2011