Para él, todo es «elemental». Todo misterio, a sus ojos, es de fácil solución debido a su acerado poder de observación deductiva. Se nos aparece como alto y espigado, de «mirada aguda y penetrante»; entre sus aficiones, destacan la apicultura, el boxeo y tocar el violín, y, entre sus hábitos, comer galletas y tomar cocaína en su casa, en el número 221 de la londinense Baker Street. Es más que un personaje aparecido en 1887 en la novela Estudio en escarlata (protagonizará tres novelas más y cincuenta y seis cuentos); es un icono, una figura presente en la cultura popular de todo el planeta, un ser que no solamente sigue vivo, sino que acrecienta su fama y su influencia al instalarse en nuestro mundo audiovisual de continuo. No es otro que Sherlock Holmes.
A este ingenioso héroe del que puede encontrarse en Edimburgo una estatua erigida en 1991 –su autor, sir Arthur Conan Doyle, nació en Escocia pero se mudó a Londres en 1891, a los treinta y dos años, para dedicarse, sin éxito, a la oftalmología– le ha dedicado la vida entera el abogado estadounidense Leslie S. Kingler, como puso de manifiesto al publicar los tres tomos de New Annotated Sherlock Holmes, en 2004-05. Los mismos que, entre el año pasado y este invierno, se ha encargado de editar Akal, con la traducción de Lucía Márquez de la Plata, ofreciendo así todo un tesoro de miles de páginas escrupulosamente anotadas e ilustradas por grandes dibujantes de la época. Kingler (nacido en Chicago en 1946 y residente en Malibú) empezó a interesarse por el personaje en 1968, cuando desarrollaba sus estudios de Derecho; una pasión parecida a la que le ha llevado, recientemente, a editar con profusión «Drácula», de Bram Stoker.
En este tercer tomo de Sherlock Holmes anotado se recogen los cuentos publicados desde 1903 a 1927 en la Strand Magazine, que luego formarían los libros El regreso de Sherlock Holmes, Su último saludo y El archivo de Sherlock Holmes. Asimismo, se da la circunstancia de que el primer relato del libro es «La aventura de la casa deshabitada», según Kingler, «la historia más aclamada de todo el Canon»; no en vano, habían pasado diez años desde que Doyle hiciera que el profesor Moriarty, líder de la criminalidad europea, tirara al detective por unas cataratas en El problema final. Sin embargo, el escritor, como es bien sabido, sintió tan cerca las protestas y súplicas de sus lectores –su propia madre ya le había advertido de que su idea de deshacerse de él no era buena– que acabaría por resucitar a su protagonista.
Al parecer, Doyle hubiera preferido ser considerado más un escritor de novelas históricas –escribió diez– que un creador de obras de entretenimiento, entre las que destaca poderosamente El mundo perdido (1912), protagonizada por su otro personaje carismático, el profesor Challenger. (Mención aparte merecerían sus libros de carácter más curioso, como El misterio de las hadas, donde, a partir de una serie de fotografías tomadas por unas niñas en 1917, en las que aparecían unas hadas, Doyle defiende la existencia de estos seres maravillosos con todo su poder de persuasión.) En todo caso, para la posteridad, la resurrección de Holmes fue de lo más oportuna. De ella se ha nutrido el mundo del cine y la televisión de tal forma que, aun hoy, un intérprete encarnando al infalible sabueso se asoma a las pantallas.
Es el caso de Sherlock Holmes (2009), del director Guy Ritchie, y protagonizada por Robert Downey Jr. y Jude Law, sin duda un auténtico disparate para los amantes del detective –filme que tendrá una segunda parte–, y de otro caso que, paradójicamente, es mucho más leal y fiel a los textos originales pese a ambientarse en el Londres actual; me refiero a la serie de la BBC Sherlock, cuyos tres capítulos de noventa minutos emitidos el año pasado obtuvieron un éxito de público y crítica enormes (se prevén tres nuevos episodios para 2012). Un ejemplo de cómo una obra literaria puede atravesar el tiempo y el espacio y mantener su espíritu, enfoque y señas de identidad intactas; y que el «Elemental, querido Watson» suene tan bien alrededor de 1900 que en pleno siglo XXI.
Publicado en La Razón, 22-XII-2011