Este es un libro tan duro como necesario. Su origen hay que buscarlo en los artículos que Kenzaburo Oé publicó en la prensa japonesa sobre sus visitas a Hiroshima en los años 1963-65. Habían pasado casi veinte desde la fatal fecha, 6 de agosto del año 1945, cuando el bombardero norteamericano Enola Gay, por orden del presidente Harry Truman, lanzó una bomba atómica sobre la ciudad que mataría y heriría a cientos de miles de civiles (tres días más tarde, otra nave B-29 atacaría Nagasaki). Era el final de la Segunda Guerra Mundial. El inicio de un infierno cuyas consecuencias están muy lejos de cerrarse, por lo que este libro publicado en 1965 sigue estando de actualidad.
Marcado por dichos acontecimientos desde la infancia, Oé va a vivir un shock de carácter personal en esa etapa: justo cuando viaja a Hiroshima, nace su hijo con una enfermedad cerebral; el bebé se dirime entre la vida y la muerte en una incubadora, y su padre pisa el territorio donde tal cosa ocurre a diario: gente con cáncer, leucemia o ceguera producto de la radiación atómica; personas que se acaban suicidando para cortar la agonía; ancianos que han perdido a sus hijos y a sus nietos y que existen por inercia. Con individuos así va a entrevistarse Oé en distintos hospitales; los llama moralistas «porque han vivido los días más crueles de la historia de la humanidad», porque nadie puede tener una experiencia tan abrumadora después de haber sufrido tal cosa.
Oé declara que conoció la dignidad humana en Hiroshima –dedica un ensayo a este concepto–, y vuelve a referirse a ella en la entrevista que le hizo un periodista de Le Monde este mismo año y que sirve de epílogo al libro. Ese contacto con una realidad grotesca y espeluznante, pero también esperanzadora al ver el coraje de los supervivientes, se volcaránen su propia narrativa: le esperaba la escritura de su obra maestra, Una cuestión personal (1964), inspirado en su bebé, que también iba a sobrevivir.
Publicado en La Razón, 22-XII-2011