Si en un escritor se puede señalar el tópico de que toda su creación adulta es una prolongación de aquello que vio, sufrió y disfrutó en la infancia, nadie como Charles Dickens, del que se celebrará el bicentenario de su nacimiento el próximo 7 de febrero, para ejemplificar tal cosa. Leyendo la biografía de Peter Ackroyd confirmamos esa suposición y redondeamos todo aquello que sabíamos del autor de Portsmouth a través de un libro sabio y vivo, preciso y ameno, que capta bien el sentimiento y pensamiento del inventor de Ebenezer Scrooge, Oliver Twist, Samuel Pickwick, David Copperfield, las pequeñas Nell y Dorrit y tantos otros personajes inmortales.
Ackroyd titula muy conscientemente su biografía «El observador solitario»: observación y soledad son los dos polos que abraza todo el mundo dickensiano y lo convierte en existencia palpitante mediante la tinta de una pluma y una fantasía fecunda hasta el asombro. Como observador, pocos tan dotados para la descripción de lugares y el retrato humano. «Un genio visual», dijo Stefan Zweig, que «corta con afilada hoja la niebla de la infancia». ¿Y qué decir de la soledad? De la mano de Ackroyd penetramos en ella desde los primeros años de Dickens, cuando se vio obligado a mudarse varias veces de casa por culpa de las estrecheces económicas de la familia y para huir de los deudores que acosaban al despilfarrador padre, John Dickens, quien haría sus pinitos como columnista político en la prensa. Soledad cuando, en medio de esas mudanzas, la madre tenía que dejarlo semanas seguidas con alguien de su confianza. Soledad en su caminata de cinco kilómetros para ir a la fábrica de betún por una «zona de infectos recovecos y callejones» frente al Támesis, donde debía trabajar diez horas al día por un sueldo miserable, recién cumplidos los doce años. Soledad tras ser rechazado por una chica a la que cortejó en vano durante tres.
La observación solitaria nace en esos tiempos difíciles y se despertará cuando, tras su paso por un despacho de abogados y un empleo como «taquígrafo independiente», entre a formar parte del mundo periodístico londinense. Pero antes: «La experiencia de Marshalsea (la cárcel donde condenaron a su padre por deudas) y de la fábrica de betún Warren forjaron la forma de ser y de escribir que desarrolló durante la edad adulta», afirma el biógrafo. «No podemos por menos pensar que, cuando Dickens se vio abandonado a su suerte en la fábrica, dejase volar su imaginación». Fanático de las artes escénicas, del género de las pantomimas en particular –«a Dickens la vida se le antojaba una penosa condena a galeras que, no obstante, tenía también sus compensaciones: el teatro, sin ir más lejos»–, en definitiva de la cultura popular reflejada en los escenarios y en las publicaciones de pocos chelines que ofrecían cuentos de terror, el adolescente Charles ya es para los que le rodean un ser ambicioso y emprendedor.
La capacidad de Dickens, un «maniático del orden», para progresar en la vida no parece tener límites. Su fuerte personalidad le abrirá puertas cuando tenga que bregar con periódicos, contratos, ilustradores. Con menos de treinta años será un ídolo para la sociedad; cada desafío que se impondrá, un éxito. La clave de su actitud es cierto relativismo ante las inclemencias que le salen al paso: «Tanto en su vida personal como en sus novelas, todo lo impregna su espléndido sentido del humor, sus dotes histriónicas», asegura Ackroyd. Desde pequeño, el escritor se acostumbraría a ocultar sus sentimientos para darles rienda suelta en una ingente obra cuya concepción y desarrollo conocemos al detalle en estas páginas, así como sus viajes a Estados Unidos y por Europa.
Y siempre junto a su mujer Catherine, de la que a menudo no hablaba bien por estar de continuo embarazada o con problemas puerperales, y obsesionado por la hermana de ésta, muerta prematuramente, y siempre pluma en mano frente a su escritorio, con estricta disciplina y preocupado por no caer en las penurias económicas que había padecido; sintiendo por todo ello la familia como «una pesada carga», deduce Ackroyd, y, a la vez, dándonos unas tramas, sobre todo en los cuentos de Navidad que se comprometió a escribir año tras año, donde el calor del hogar habrá de reconciliarnos con las desgracias.